CAMAGÜEY.-Después del 10 de octubre de 1868, el aire de la ciudad de Santa María del Puerto del Príncipe, actual Camagüey, se tornó algo enrarecido. No era obra de las condiciones ambientales, sino del clima político: el alzamiento en  La Demajagua, protagonizado por Carlos Manuel de Céspedes, había enviado esos vientos amenazadores para la metrópoli española. El asedio a la comarca principeña por las tropas de El Mayor, Ignacio Agramonte Loynaz, un 20 de julio de 1869, patentizó el decidido empuje de las rachas independentistas del ejército mambí.

Previo al ataque, las tropas españolas ya se alistaban para un eventual encuentro con los insurrectos. El día siguiente al Grito de Yara, se activaron los patrullajes constantes de las plazas y las calles, y los emplazamientos de piezas de artillería en lugares estratégicos. Había que preparar bien los cañones. Las anécdotas contaban que los cubanos no eran una presa fácil.

La urbe se reforzó, pero en los territorios aledaños el Diamante con Alma de Beso “ejecutaría la desarticulación, el 3 de mayo, de una columna española de 3 000 hombres en Ceja de Altagracia, la toma del fuerte La Llanada, y el 14 de julio, la destrucción de una de las alcantarillas y el puente sobre la línea férrea de Nuevitas-Puerto Príncipe, poniendo en fuga al destacamento procedente de la finca El Pilón”, esclareció el historiador José Fernando Crespo Baró.

Refirió también el especialista como “desde Mamanayagua le comunicó Ignacio al coronel Rafael Bobadilla que su escuadrón de 100 hombres pasaría a su subordinación y el ataque a la ciudad iniciaría por el barrio de la ermita de La Caridad, a las 5 de la madrugada, procurando llamar hacia ese punto toda la atención de parte del enemigo y evitar en lo posible causar daño a los vecinos pacíficos. Con este asalto mostró que el Camagüey estaba en Revolución y, como escribió luego en enero de 1871, “nuestras indomables legiones asombrarán al tirano y demostrarán una vez más que este es un pueblo amigo de la libertad y decidido a resistir todo para tenerla”.

La carencia era el azote constante de las huestes mambisas. Y las filas de El Mayor no resultaban la excepción. Crespo Baró cuenta al respecto como en misivas al pariente Manuel Agramonte Porro y al comandante Antonio Rodríguez, subraya que “había que guardarse el más riguroso secreto sobre este movimiento, entre otras razones, dada la escasez de municiones, que no debía saber el enemigo, aunque él se las repartiría antes de la media noche del 19. Él y sus hombres contaban con más coraje y voluntad que armas y municiones”.

A las 4:45 a.m., la caballería de Agramonte penetró como un torrente en las calles de la ciudad. “Uno de esos escuadrones arremetió por el Camino de los Tejares conocido como calle de la Vigía, luego, por la de San Ramón y la de la Merced hasta la plaza del mismo nombre. Otro grupo se acercó al caserón de la llamada Aguada de José Pineda que abastecía de agua del río Hatibonico a las locomotoras de vapor del tren Nuevitas–Puerto Príncipe y, de modo simultáneo, en el puente de Santa Cruz, próximo a la Sabana de los Marañones, el comandante mexicano Ramón Cantú con 80 jinetes forzó la retirada de una guerrilla después de ocasionarle varias bajas”, apuntó el historiador.

En dirección al suroeste, las huestes del Ejército Libertador se adentraron en la Plaza del Cristo y tirotearon su guarnición, situada al frente del Cementerio General. Por el extremo este, entraron en combate los jinetes comandados por Ignacio, cruzaron fuego contra los Voluntarios de la Unión Liberal y el Cuerpo de Infantería, protegidos en el convento de San Francisco y en el de San Juan de Dios.

Tras la acción militar, los patriotas se dirigieron a la finca Guanamaquilla. Allí, el Diamante con Alma de Beso, ponderó el arrojo de sus soldados y disciplina. Sobre las consecuencias para el bando derrotado, el especialista comentó: “el ataque causó tanta conmoción que la Capitanía General ordenó la realización de un amplio plan de fortificaciones. Para ello fueron adaptadas algunas construcciones civiles para uso militar y levantaron 19 fortines y 15 torres o puestos de observación. Entre estas destacan: Beneficencia, Nogueras, Quiñones, Los Marañones, Masvidal, Ojo de Agua”.

Al despejarse el entorno, cubierto de nube de pólvora y sangre, el campo de operaciones hablaba por si solo: mientras los soldados españoles lamentaban incontables pérdidas, la lista de caídos en la lucha, de los vencedores, contaba a dos muertos y un herido. La estrategia trazada por el jefe del Ejército Libertador, Manuel de Quesada, y Agramonte, mantendría atrincherados a los ibéricos y la jurisdicción estaría bajo el mando de los mambises. A 150 años del épico suceso, todavía enciende la moral cuando repasamos estas páginas signadas por un pueblo decidido, guiado por el inigualable Mayor camagüeyano.