CAMAGÜEY.- A veces lanzo dardos de suposiciones a la Historia de Cuba y la imagino como un cuadrado mágico. De repente me detengo cuando uno de mis mejores maestros en la materia me advierte: “No, eso es incorrecto. Estás especulando”. Y aunque dejo de mojar en supuestos los dardos, pienso en hechos tan relevantes como la Asamblea Constituyente de Guáimaro, celebrada del 10 al 12 de abril de 1869 y en aquellos pormenores que la hicieron grande.

Después de iniciada la Guerra de los Diez Años, no había criterios afines entre los insurrectos. Si se querían romper las cadenas del yugo español, había que llegar a la unidad. La reunión de todas las regiones implicadas en el conflicto en el poblado de Guáimaro, denominado así por el árbol silvestre con propiedades curativas, se esperaba fuera el remedio para el curso de la contienda.

Camagüey, Las Villas y Oriente se alzaron en días distintos durante la conflagración. Las estrategias combativas estaban condicionadas por la particularidad de cada territorio. Había que esclarecer de qué manera se produciría la abolición de la esclavitud. Urgía estructurar el gobierno de la República de Cuba en Armas cuanto antes. Eran solo algunas de las inquietudes que desvivían a los líderes de las tropas, reunidos en la casa del guaimareño José María García, ubicada en la antigua calle Damas.

En el espacioso salón de la morada se mezclaron las voces de los patriotas. Un acuerdo bien conocido fue la organización gubernamental con la preponderancia del mando civil. Sin embargo, la emancipación de las mujeres también denotó el carácter revolucionario que lo permeaba.

Las aguas independentistas no dejaron de ascender en aquel lugar, alrededor de la mesa cubierta de papeles, de tinta e ideas donde se debatían las bases de la revolución. Además de aprobar que los cubanos de la zona bajo la influencia mambisa se separaban del grillete impuesto por la metrópoli española, la República enarbolaba un símbolo como  la Bandera.

Al contrario de lo que se pueda imaginar la elección de la bandera de la estrella solitaria como insignia, no fue una secuencia de propón, aprueba y listo. Hubo grandes divergencias. Los orientales respaldaban la enarbolada el 10 de octubre de 1868, en La Demajagua, y los camagüeyanos y villareños la empleada por Joaquín de Agüero y Narciso López. Fue esta última, diseñada por Miguel Teurbe Tolón y confeccionada por su esposa Emilia Teurbe Tolón, la enseña que acompañó a las huestes del Ejército Libertador, en los campos de batalla, y la que ondea en nuestro cielo soberano.

Esperanza era una palabra desconocida para los negros esclavos. Con la declaración de que todos los hijos de esta nación eran libres, el espíritu les volvía al cuerpo. En un escrito, José Martí expresó sobre aquel momento:

“Tienen los pueblos, como los hombres, horas de heroica virtud, que suelen ser cuando el alma pública, en la niñez de la esperanza cree hallar en los héroes, (…) la fuerza y el amor que han de sacarlos de la agonía (…)”.

Pronto, Camagüey y Cuba festejarán el aniversario 150 de la Asamblea de Guáimaro. Pronto, consecuentes con la historia, los cubanos honraremos a los valientes que conformaron la primera Constitución de nuestro país con la proclamación de la nueva carta magna, refrendada el pasado 24 de febrero. Ese día de referendo los dardos del “sí”, los untados en buenas voluntades, demostraron que somos gente tenaz, que somos gente que no supone, cuando se trata de nuestro suelo.