CAMAGÜEY.- El camino recorrido por el pueblo cubano en aras de lograr su libertad y soberanía está marcado por hechos de una relevancia impresionante.

No me refiero solamente —en el caso particular de las guerras anticolonialistas— a los acontecimientos vinculados más directamente con su componente militar, el cual desde las hazañas que le son intrínsecas, concita aun en la actualidad un mayor interés, tanto de investigadores como del público en general; sino también a esas páginas que pudiéramos catalogar de un “heroísmo callado”, escritas por innumerables mujeres y niños, funcionarios civiles de las prefecturas y legisladores empeñados en que los clamores épicos del campo de batalla fuesen acompañados por la fundación del Estado cubano.

El Camagüey, extenso territorio de la región centro-oriental de la Isla, fue la sede de todas las Asambleas Constituyentes convocadas durante las guerras anticolonialistas, cuyos objetivos centrales fueron la creación y aprobación de la Ley de leyes y la organización de la República en Armas, al ser esta la forma de gobierno adoptada en las mismas.

En Guáimaro se realizó la primera a partir del 10 de abril de 1869. El poblado tenía condiciones significativas para ser su sede y con esa elección se iniciaba una suerte de tradición en el mambisado con respecto al Camagüey.

A una ubicación geográfica prácticamente en el centro de las zonas en conflicto se añadía que los campos de la región, en su casi totalidad, se encontraban en poder de los mambises y que la propia localidad había sido tomada por los revolucionarios desde el mismo alzamiento de los camagüeyanos, el cuatro de noviembre de 1868; factores que permitieron que la asamblea pudiera sesionar en un ambiente de tranquilidad.

Una circunstancia particular marcó esta convocatoria puesto que cada una de las tres zonas en guerra (Las Villas, el Camagüey y Oriente) tenía su propia organización para conducir la lucha. La conciliación de ideas para superar esa división resultaba vital para la organización política de la Revolución, su representatividad en el extranjero y el desarrollo de las operaciones bélicas.

Los delegados provenientes de estas regiones realizaron los trabajos encaminados a conformar una Constitución que fue redactada por Ignacio Agramonte y Antonio Zambrana. Este documento fue el primero de su tipo discutido, aprobado y promulgado en los campos de Cuba Libre, y en él, siguiendo las líneas de las constituciones del siglo XIX, se estableció la división tripartita de poderes con un Ejecutivo —el Presidente de la República—; un Legislativo —la Cámara de Representantes— y un Judicial, independiente de los anteriores.

Entre los aspectos más significativos de sus veintinueve artículos, se encontraba la declaración de que todos los habitantes de la República eran libres, con lo cual dejaba oficialmente extinguida la  esclavitud en los territorios dominados por las fuerzas insurrectas.

Una vez constituida la Cámara se eligió como su presidente a Salvador Cisneros Betancourt y como sus secretarios a Ignacio Agramonte y Antonio Zambrana. Le siguió la designación de Carlos Manuel de Céspedes como Presidente de la República; y de Manuel de Quesada Loynaz como General en Jefe del Ejército. También fueron creadas cuatro Secretarías de Gobierno: Guerra, Hacienda, Interior y Relaciones Exteriores, designándose para ellas a Francisco Vicente Aguilera, Eligio Izaguirre, Eduardo Agramonte Piña y Cristóbal Mendoza, respectivamente.

Como es conocido, la historiografía sobre la Guerra de los Diez Años se ha referido en amplitud a que muchas disposiciones adoptadas por estas estructuras de gobierno no tuvieron la consonancia requerida con los requerimientos necesarios para hacer ágilmente la contienda.

La Guerra de Independencia fue el marco cronológico de las otras tres Asambleas.[1] La formación del gobierno estuvo latente desde sus primeros momentos.
En esa dirección son conocidos los pasos dados por José Martí. Su intempestiva muerte pudo ser el inicio de un período de incertidumbre en ese sentido, pero contrario a lo que se podía presumir dados algunos antecedentes que no parecían favorecerlo, prevaleció la conciencia de su necesidad.

Nuevamente la ubicación geográfica y la correlación de fuerza favorable a las armas cubanas en el Camagüey, respaldó estas designaciones.

El 13 de septiembre de 1895 se inauguró la Asamblea Constituyente en Jimaguayú, el sitio donde veintidós años antes había muerto Ignacio Agramonte, el principal artífice de la anterior Constitución. Esta vez se reunieron los delegados electos por cada uno de los Cuerpos de Ejército constituidos. El encuentro estuvo caracterizado por intensos debates, pues en el ánimo de todos los delegados estaba agilizar los mecanismos gubernamentales en aras de conceder a la guerra en sí, la prioridad necesaria.

Finalmente en el texto constitucional prosperó una fórmula de transacción basada en un Consejo de Gobierno, que no debería interferir el aparato militar —lo cual, en la práctica, tendría un cumplimiento bastante fluctuante— y que tendría en sus manos las facultades legislativas y ejecutivas.

Presidido por Salvador Cisneros Betancourt y Bartolomé Masó Márquez, en la vicepresidencia; lo integraron también cuatro secretarios: Guerra, Carlos Roloff; Hacienda, Severo Pina; Interior, Santiago García Cañizares; y Relaciones Exteriores, Rafael Portuondo Tamayo.

También se estableció que de las cuestiones militares se encargaría un General en Jefe, quien tendría bajo su mando las fuerzas armadas y la dirección de las operaciones de la guerra. Máximo Gómez fue electo para el cargo por aclamación y Antonio Maceo lo fue como Lugarteniente General.

En realidad, con esa designación el Generalísimo era ratificado en el cargo, para el que había sido proclamado a principios de 1895 por el Partido Revolucionario Cubano.

La tercera asamblea fue convocada en septiembre de 1897 en cumplimiento del artículo 24 de la Constitución de Jimaguayú, que establecía que si en dos años no se ganaba la guerra, debía convocarse a una nueva Asamblea de Representantes para que refrendase o modificase esa Carta Magna.

El 19 de septiembre de 1897 en Aguará se inauguró la Asamblea aunque por avatares propios de la contienda, las sesiones no dieron inicio hasta el 10 de octubre en La Yaya —tras la llegada de los Representantes del oeste de la Trocha—, bajo la presidencia del brigadier Domingo Méndez Capote, jefe del Cuerpo Jurídico del Ejército Libertador; lo cual marcó una diferencia, en positivo, sobre sus predecesoras.

Luego de intensos debates centrados como en las anteriores en las relaciones entre el mando civil y el militar, la Asamblea culminó sus sesiones el 30 de octubre con la firma de la Constitución y las elecciones y ese mismo día se hizo el traspaso de poderes.

Triunfó nuevamente la fórmula del Consejo de Gobierno con similares secretarías, cargos para los que resultaron electos, Bartolomé Masó, presidente; Domingo Méndez Capote, vicepresidente; Manuel Ramón Silva, secretario del Interior; José Braulio Alemán, de la Guerra; Ernesto Fonts, de Hacienda; y Andrés Moreno, del Exterior.

Un detalle significativo de este texto constitucional fue la omisión del cargo de General en Jefe, lo que se ha visto como la expresión más clara de las intenciones de control por parte del civilismo. La Ley de Organización Militar posibilitó el nombramiento de Máximo Gómez para el cargo, lo que se hizo en las discusiones correspondientes al 29 de octubre, o sea que el Generalísimo sí fue ratificado en su cargo —por tercera ocasión—, con inmediatez y apego a la legalidad.

La cuarta Asamblea de Representantes fue inaugurada el 24 de octubre de 1898 en el poblado costero de Santa Cruz del Sur, en cumplimiento del artículo de la Constitución de La Yaya que establecía su convocatoria si los españoles abandonaban la Isla o los mambises ocupaban una parte sustancial del territorio, por lo cual era crucial la elaboración de la Carta Magna correspondiente al nuevo escenario.

Firmado el armisticio el 12 de agosto entre España y los Estados Unidos —sin la participación de los cubanos—, los asambleístas acometieron el sensible encargo de asumir la dirección de un país intervenido e impulsar la creación del estado nacional, en circunstancias de una complejidad inédita hasta ese entonces.

Presidida por Domingo Méndez Capote, la intervención de Bartolomé Masó, el último presidente de la República de Cuba en Armas, fue de especial connotación al expresar que el principal deber de los asambleístas era lograr que el gobierno norteamericano reconociera a la Asamblea como la representación legítima del pueblo cubano y le entregara la administración del naciente Estado.

No pudieron lograr sus objetivos inmediatos. Su disolución en abril de 1899 —ya ubicada en la barriada habanera del Cerro de donde toma el nombre con el que es más conocida—, como resultado de la fractura interna de la unidad hábilmente alimentada por el gobierno estadounidense que la enfrentó con el Generalísimo, trajo como consecuencia que fuera el gobernador norteamericano quien librara la convocatoria a la Convención Constituyente mediante la Orden Militar número 301, el 25 de julio de 1900.

Con la Asamblea de Santa Cruz del Sur se cerraba el ciclo de las Asambleas de Representantes mambisas que tuvieron, al igual que los órganos de gobierno de la República en Armas, abrigo seguro en las tierras del Camagüey.

* Elda Cento Gómez, Profesora e investigadora. Académica Correspondiente Nacional de la Academia de la Historia de Cuba. Por su obra ha recibido importantes reconocimientos, entre ellos el Premio Nacional de Historia en 2015).

[1] La Guerra de los Diez Años tuvo un segundo texto constitucional, la concisa Constitución de Baraguá, que no fue en propiedad elaborada por una Asamblea de Representante