Había llovido de manera copiosa desde días antes, y los caminos estaban intransitables. Pero aquel domingo 17 de mayo de 1959, la invicta Comandancia General del Ejército Rebelde de la Plata, en la Sierra Maestra, amaneció alegre y colmada de campesinos venidos de distintos entornos rurales del país.

Serían testigos de la firma de la Ley de Reforma Agraria emitida por el Consejo de Ministros del Gobierno Revolucionario, firmada allí ese día por el líder Fidel Castro, a casi cinco meses del triunfo de enero, en cumplimiento de uno de los objetivos esenciales del programa del Moncada.

La fecha fue escogida en homenaje al combatiente campesino Niceto Pérez, asesinado en una jornada como esa por sicarios de la oligarquía entreguista por su inclaudicable defensa de los intereses de sus compañeros, el sector tal vez más pobre y más desfavorecido del país.

El acontecimiento refrendado en lugar tan simbólico era más que un acto de justicia social anhelada y finalmente cumplida. Constituía una medida de importancia política, social y económica, a plazos inmediato, mediano y de largo alcance.

Allí estaban hombres, mujeres, ancianos y niños que habitaban comunidades muy humildes, la mayoría de extrema pobreza, o en solitarios y miserables bohíos, alejados del mundo y del bien, sin acceso a la educación ni a la atención médica, escasos de alimentos y de los bienes básicos para una existencia digna.

No solo abandonados a su suerte, también maltratados, humillados y despojados por sus empleadores, cuando tenían trabajo, o lanzados al sin techo al Camino Real.

Ese era el mundo llamado a ser cambiado por el suceso ocurrido ese día. Una realidad que tuvo desde entonces un antes y un después.

Como todos los programas concebidos por el líder histórico de la Revolución su alcance viajaba del presente al futuro, atravesando un camino lleno de obstáculos y dificultades, como había alertado él mismo desde el ocho de enero, pero en el que se podrían alcanzar grandes logros si se trabajaba con ahínco, según sus propias palabras.

Desde su instauración a partir de ese significativo 17 de mayo, declarado luego Día del campesino cubano, la Reforma Agraria rebasó la mera distribución de parcelas pequeñas y la entrega anarquica de lotes a los habitantes del campo. Preconizó el principio básico y justo de otorgar la tierra al que la trabajara.

También promovió algo nuevo y nunca visto en la campiña cubana: el fomento de las cooperativas agropecuarias, nuevas formas de incentivar el desarrollo y el progreso en ese tipo de producción, aunque hay que tener en cuenta que en el país todavía no se hablaba de socialismo.

En fin, la transformadora ley favoreció de inmediato a las familias de unos 200 mil campesinos y de alrededor de 150 mil aparceros y precaristas, cuya sumatoria, teniendo en cuenta las descendencias numerosas era casi de dos millones de personas, en una población que solo superaba los seis millones de habitantes entonces.

También en el momento de su instauración la Ley dejó muy definidas las herramientas jurídicas de sus textos primarios dispuestos en detallado articulado.
Era previsora en tomar en cuenta el carácter extensivo de la agricultura cubana, resguardando la existencia de los grandes cañaverales, importante sostén de la economía, aún cuando se produjera la necesaria desaparición de los latifundios.

La entrega de la propiedad a quienes hacían producir la tierra con su sudor y no eran dueños de nada, fue gratuita. Esa donación sin costo llegó hasta las 27 hectáreas (dos caballerías), y se daba derecho mediante compra y transacciones hasta un tope de cinco caballerías.

Como se esperaba, tal legislación dio un golpe demoledor a la propiedad latifundista de la oligarquía nacional y del capital foráneo, aunque estableció el debido protocolo de compensación a quienes fueron expropiados.

Desde antes de su promulgación, la radical medida revolucionaria despertó la oposición y los ataques de los enemigos internos y del gobierno de Estados Unidos, con poderosos intereses económicos en la Isla. Por supuesto, no aceptaron las condiciones e indemnizaciones que les proponía el gobierno cubano.

Foto: Tomada de Las Razones de CubaFoto: Tomada de Las Razones de CubaEl documento prescribió un límite máximo de la propiedad privada sobre la tierra de 402 hectáreas (30 caballerías), cantidad permisible a una persona natural o jurídica. Las extensiones que sobrepasaron esas medidas fueron ajustadas o expropiadas.

Solo hubo concesiones para las grandes unidades que empleaban métodos intensivos, con los ajustes técnicos correspondientes.

El sector agrario cubano y sus principales protagonistas, cuyo destino cambio –aunque haya alguno que no lo sepa- con la Reforma Agraria, vive tiempo retadores, en los que aún se está lejos de haber alcanzado los resultados a los que aspira. Pero hay una vida nueva, logros, justicia social, derechos conquistados. Hay motivos para celebrar la fecha y su día con orgullo.

En tiempos distintos enfrentan los rigores del bloqueo económico impuesto por Estados Unidos y las consecuencias del cambio climático, un proceso que ha agudizado el azote de eventos extremos como largas sequías y huracanes. Sin la reforma Agraria, sin el respaldo de la Revolución, las consecuencias de estos fenómenos hubieran sido peores. Nadie lo duda, por muy distante que se vea en el tiempo.

De modo que con la extraordinaria medida que iniciaba el proceso de cambios estructurales de la economía cubana, en favor de su independencia y desarrollo, también se reforzó el papel protector del nuevo Estado de los bienes del país.

Más allá de la redención del hombre y la mujer del campo, se daba otro paso para afianzar la soberanía nacional, sin injerencias de potencia alguna. Tal vez esa sea una de sus contribuciones más importantes.