Cuando Pedro salió a su ventanano sabía —mi amor, no sabía—que la luz de esa clara mañanaera luz de su último día…Silvio Rodríguez

El amanecer del 11 de mayo de 1873 sorprendió a Ignacio Agramonte mientras precisaba con sus jefes de unidades las misiones que cada quien debía cumplir en el combate que se avizoraba inminente. Poco debió haber dormido, ocupado en atender los informes de los exploradores enviados a comprobar la certeza de noticias recibidas sobre la cercanía de una fuerte columna enemiga con unos 1 000 hombres de las tres armas  —infantería, caballería y artillería— enviada en su persecución desde Puerto Príncipe por el general de brigada Valeriano Weyler, jefe interino del Departamento Central, deseoso de vengar las derrotas sufridas pocos días antes en Fuerte Molina y Cocal del Olimpo.

No debió estar entre sus planes combatir en los próximos días, pues debía avanzar hacia Las Tunas, donde se preveía un encuentro con jefes orientales. Incluso la noche anterior había sido festiva, pues la oficialidad de la infantería de Caonao había ofrecido a la villareña una “cena mambisa” a la cual puso término los informes recibidos. Poco después, Agramonte tuvo que tomar la primera de las decisiones adoptadas en las horas que se tornarían las últimas de su vida. Debió elegir entre esquivar el combate en aras de concurrir a la cita mencionada o aceptarlo con la intención, no de destrozar la columna enemiga que venía en busca del desquite, sino de castigarla lo suficiente para impedir continuase en su persecución.

Decidido por la segunda opción, concibió cuidadosamente una idea del combate basada tanto en el conocimiento de las posibilidades del terreno como de la acometividad propia de la caballería española. Sus fuerzas, compuestas por unos quinientos sesenta efectivos de infantería y caballería, habían aprovechado el botín capturado en los combates recientes, aunque el parque fuese escaso, lo que no constituía un imprevisto para los cubanos.

Sucintamente el plan consistía en provocar la vanguardia enemiga —generalmente de caballería— con una pequeña fuerza de jinetes cubanos que debía atraerlos en su persecución hacia el fondo del potrero de Jimaguayú, donde la infantería del Camagüey y Las Villas los detendría con su fuego, momento en que recibirían el ímpetu de una carga de la caballería camagüeyana por uno de los flancos y la retaguardia. Se trataba del clásico martillo mambi, una trampa cuya efectividad había sido más que probada.

¿Qué sucedió entonces en las horas siguientes? El azar también tiene su espacio en una guerra. Nunca he olvidado la impresión que me causó visitar por primera vez el lugar que fue escenario de los acontecimientos sobre los que ahora escribo, y en particular leer en la inscripción del obelisco erigido por los veteranos en 1928, que a la muerte de Agramonte la rodeaba un misterio guardado por un “silencio impenetrable”. ¿Cuántas personas al leer tal inscripción habrán pensado que en la caída de El Mayor pudieron concurrir circunstancias no muy claras? Súmese a ello que en algunos escritos sobre esta tragedia —que sin dudas lo fue una de las mayores en la larga lucha de nuestro pueblo por la libertad— se dice que fue solo una escaramuza en la que Agramonte, llevado por su impetuosidad, abandonó su puesto de general y tomó el de un soldado de filas o que fue víctima de una traición o de fuego amigo.

Puedo juzgar con dureza a quienes propalan versiones falsas de los hechos con el ánimo de confundir, pero puedo comprender a aquellos que, anonadados por la terrible noticia, no encontraron una explicación de lo sucedido y que a la vez los reconciliase con la dolorosa certeza de que Agramonte nunca más los guiaría en el combate, que tampoco compartiría con ellos los escasos frutos que a su paso encontraban para saciar el hambre sempiterna, que nunca más lo verían —discretamente apartados— censurar a un subordinado con aquel gesto de su mano que les hacía decir que El Mayor lo estaba salando, ni caminar rápidamente de un lado a otro, con las manos a sus espaldas, momento en que todos sabían pensaba en Amalia y respetaban su dolor. Es que los pueblos nunca encuentran un marco lo suficiente digno para la muerte de sus libertadores.

Ahora bien, mientras Agramonte disponía el combate, ¿qué ocurría en las posiciones del enemigo? La columna bajo el mando del teniente coronel José Rodríguez de León había pernoctado en Cachaza, sitio ubicado a unas dos leguas de Jimaguayú, luego de recibir de sus avanzadillas el informe de la presencia allí de fuerzas cubanas. O sea, la exploración de ambos bandos había funcionado con eficiencia, pero ¿el factor emocional de las tropas y sus jefes habría tenido similar equilibrio? Mientras las fuerzas cubanas sentían la positiva carga de los éxitos logrados en los días precedentes, las tropas españolas, que debieron estar muy motivadas por el deseo de venganza, tuvieron que cumplir durante el avance desde Puerto Príncipe la penosa tarea de dar sepultura a las decenas de cadáveres de sus compañeros caídos en las acciones de Fuerte Molina y Cocal del Olimpo, lo cual puede contribuir a entender las razones de la extrema cautela con que Rodríguez de León se condujo, tanto durante el recorrido como en los primeros momentos del combate, pues, iniciado este según lo previsto por Agramonte, hizo cambios en su orden combativo que impidieron cayese en la celada la caballería, con lo cual fue su infantería la primera que entró al potrero. Se entabló de ese modo un combate de cierta envergadura —para nada una simple escaramuza— en el que se enfrentaron fuerzas de infantería y caballería de ambos bandos, aunque no precisamente como lo había planeado El Mayor.

Es difícil precisar con exactitud los movimientos del jefe camagüeyano, quien, jinete en Ballestilla, seguía el desarrollo de las acciones, moviéndose por su orden combativo mientras enviaba enlaces con instrucciones. En un momento dado, apreciando que estas se prolongaban más de lo conveniente, debió decidir ponerles fin. No tenía fuerzas para disponer la acción a favor de las armas independentistas, se imponía romper el contacto, para lo cual envió emisarios con las órdenes pertinentes.

Hasta aquí no hay mayores discrepancias entre las fuentes consultadas, es a partir de ese momento que comienzan las versiones, como pudimos constatar quienes integramos el equipo interdisciplinario que entre el 2005 y 2006, convocados por la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey, realizamos el estudio de esta acción, que sería publicado por la Editorial Ciencias Sociales bajo el título:  Ignacio Agramonte y el combate de Jimaguayú, cuya consulta recomiendo a quienes deseen información pormenorizada. No es sorprendente que así sea: son los instantes que precedieron directamente a su muerte. ¿Por qué? Cintio Vitier, refiriéndose a la de José Martí, lo explicaría: “quizás porque no podemos asumir su muerte, en los últimos minutos de su vida se invisibiliza para la narración histórica”. [1].

El análisis de las fuentes sustenta la idea de que para favorecer la maniobra de salida del combate de sus tropas —en primer lugar de la caballería—, El Mayor intentase asestar una carga sorpresiva contra un flanco de la infantería enemiga, acompañado por un corto número de jinetes. Varios testimonios de cubanos atestiguan esta carga y el parte de Rodríguez de León describe una, por el centro de su dispositivo. Encabezar cargas al machete, seguido por escasos jinetes, no era algo inusual en el héroe camagüeyano; pero en esta ocasión el azar se le iba enredando, poderoso, invencible, y fue alcanzado por uno de los muchos disparos de la descarga, que a corta distancia hicieron tiradores de una compañía enemiga ocultos en un cayo de hierba de guinea. Un proyectil lo alcanzó en la sien derecha, le salió por el parietal izquierdo y le causó la muerte de modo instantáneo: una trayectoria que solo puede seguir un disparo hecho desde un plano ligeramente inferior y en un punto algo por delante de la víctima.

Terrible certeza la de su muerte, pero ella forma parte de las posibilidades de cada combate. ¿Puede afirmarse entonces que Agramonte murió porque abandonó su puesto de general para ocupar el de soldado, dejándose llevar por su impetuoso brío de guerrero? En modo alguno. Por norma hecha tradición, los jefes y oficiales cubanos no presenciaban los combates desde una segura distancia, sino que marchaban en la primera línea, a la cabeza de las cargas al machete y ese es el ejemplo que nos hace invencibles.

[1] Cintio Vitier: “A Martí cierro los ojos para verlo”, en Froilán Escobar: Martí a flor de labios, Ed. Política, La Habana, 1991, p. XXVII.