El general Eulogio Cantillo era jefe del Estado Mayor Conjunto del ejército batistiano y tuvo la responsabilidad de organizar la ofensiva de verano de 1958, con alrededor de 10 mil soldados, contra el Ejército Rebelde en la Sierra Maestra, que contaba con unos pocos cientos de combatientes escasamente armados, por lo cual al parecer la victoria del gobierno parecía cierta.

Con esos buenos augurios, Cantillo citó el siete de junio de ese año a su despacho al joven comandante José Quevedo Pérez, militar también de academia y uno de los pocos que a su especialidad castrense sumaba un doctorado en Leyes en la Universidad de La Habana, donde fue condiscípulo del jefe rebelde que iba a combatir, Fidel Castro.

Cantillo le comunicó al subordinado su misión como jefe del batallón que desembarcaría al sur de la Sierra Maestra para penetrar por la cordillera y cercar desde esa dirección a la comandancia rebelde, que a su vez sería asediada desde el norte por otros batallones, como parte de la ofensiva.

Los militares no imaginaban que lejos de sus pronósticos, ambos entrarían en la historia de una derrota militar que iniciaría el principio del fin de la dictadura, en un intrincado lugar de la geografía serrana nombrado El Jigüe.

Para enfrentar la operación enemiga el Comandante en Jefe Fidel Castro dispuso sus fuerzas en las faldas de la sierra en todas las direcciones, para una defensa escalonada de las posiciones rebeldes de La Plata y otros lugares.

El batallón 18, con alrededor de 400 soldados armados con dos morteros, ametralladoras, fusiles automáticos, abundante parque y vituallas bajo el mando del comandante Quevedo desembarcó, según el plan orientado por Cantillo, desde naves de la marina con la misión de llegar a El Jigüe y permanecer allí hasta nueva orden, para posteriormente rescatar a soldados prisioneros que se hallaban en zonas liberadas.

La batalla de El Jigüe comenzó el 11 de julio, cuando una patrulla del Ejército Rebelde chocó en la confluencia de dos ríos con los invasores que ocuparon una hondonada rodeada de elevaciones tomadas por las fuerzas rebeldes.

Fueron varios días de hostigamiento, en los cuales los barbudos terminaron por cercar sin posibilidad de salida al batallón enemigo, el cual quedó sin comunicación con su mando, carente de vituallas y sin una vía que le permitiera romper el cerco.

Todos los intentos del mando por enviar patrullas para explorar y llegar a la costa fueron impedidos por las emboscadas rebeldes que ocasionaron innumerables bajas, a pesar del apoyo de la aviación que no obstante resultó ineficaz frente el escabroso terreno y las efectivas fortificaciones rebeldes.

A diferencia de los combates anteriores, el Ejército Rebelde mantuvo completamente cercada a una gran unidad del ejército que tenía una misión fundamental en la ofensiva de verano del régimen, y su liquidación marcaría el fracaso total del último intento de la dictadura por ganar la guerra. Desde entonces la iniciativa estratégica pasaría a los insurrectos.

El propio Comandante en Jefe le escribió a Quevedo y le brindó una tregua, al tiempo que le ofreció honorables condiciones para su rendición y apeló a su sentido de patriotismo para evitar más muertes inútiles de soldados en defensa de un régimen dictatorial.

Hubo receptividad en el mando enemigo y el jefe cercado solicitó una entrevista con Fidel para pactar aspectos de la rendición. El 20 de julio los soldados y oficiales del ejército batistiano, desmoralizados y vencidos, comenzaron a deponer las armas de acuerdo con las condiciones propuestas por los rebeldes.

En el combate de El Jigüe, las tropas batistianas tuvieron 41 bajas y fueron hechos prisioneros más de 200 hombres, 30 de ellos heridos, les fueron ocupadas 249 armas y una numerosa cantidad de parque.

La batalla de El Jigüe representó una victoria estratégica rebelde y a partir de ahí se crearon las condiciones para el inicio de la contraofensiva de los insurrectos que conduciría a la victoria definitiva.