CAMAGÜEY.- El vivir una segunda vida parecería un absurdo que escapa los límites de la realidad, pero hay hombres de carne y hueso que lo han hecho. Uno de ellos, nuestro Héroe Nacional José Martí Pérez. Él nació en la calle Paula el 28 de enero de 1853 y murió combatiendo en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895. Cuando su cuerpo cayó del caballo, resucitó mezclado con el agua, el viento y la gente de su tierra.

Aquel 19 de mayo, a pesar de las lágrimas de Cuba, el héroe resurgía puro como una rosa blanca. En lo que el suelo filtraba la sangre del intelectual, su alma viajaba allí donde sería más útil, sin encontrar en el tiempo un obstáculo.

A través de La Edad de Oro El Maestro permanece siempre junto a los niños. Con ella encanta, divierte y enseña. Sin escatimar palabras, demuestra entre líneas su carisma de visionario y cuánto se puede hacer por el futuro de la humanidad salvando de la ignorancia a los más jóvenes. Él sabe que ellos son savia para la Patria, y la Patria es el contenido esencial del espíritu.

Parece inmóvil en la pared, enmarcado. Pero, a veces, agarra bien fuerte la pluma y nos compone, nuevamente, en otro de sus artículos. Redescubre al cubano y al latinoamericano del presente y pone un punto final a una nueva Nuestra América o Madre América. Mientras tanto, desde algún aula, un pionero lo imagina. Y lo dibuja. Nada complejo. Bien simple. Lleno de trazos asimétricos. Parado a su diestra. Vivo.

Piensa Martí… evita el descanso. Anda con las ropas raídas, pero no como lo hallaron en Remanganagua, sino como cuando buscaba, incansablemente, la manera de ver a su país libre.

Lo desviven las tinieblas y sobre sus hombros siente la respiración de un enemigo mayor que la vieja metrópoli española: la del “gigante de siete leguas”. Lejos de quedar intimidado, mira hacia arriba, compara, mide y esboza la misma sonrisa de la foto en que aparece junto a su hijo.

Luego, sus ideas atacan y no paran porque luchan contra las injusticias de un imperio, sus intensiones expansionistas, para que no “caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.

Una de sus virtudes ha sido el demostrar que la historia del triunfo de David sobre Goliat es posible y esa premisa, como el polen que fecunda las flores, se ha expandido hasta las naciones oprimidas. No se refiere solo a Cuba, no enfatiza en Latinoamérica. Quiere la gloria, el digno, el más universal de los cubanos, repartida entre los hombres justos de la Tierra.

Desde las alturas, se aproxima a nuestros oídos y conmina al autoexamen, a la valoración de los errores de manera racional, porque reconoce en los tropiezos, una fuente de enseñanza, una vía para cumplir sueños. Así hizo él, asumió las experiencias de los fracasos y, luego, preparó a las generaciones de cubanos para una guerra definitiva, necesaria.

Sin nada que temer, se acomoda en su asiento y aprecia el filme José Martí: el ojo del canario. Observa su viacrucis. Reflexivo mira el lienzo en el que Carlos Enríquez lo inmortaliza y, diluido en las transparencias, descubre los motivos del pintor.

Las lecturas de Cintio Vitier, Lezama Lima y Raúl Roa absorben al Apóstol. Aprende de sí mismo y, en el proceso, quizá piense en su condición, de hombre- historia, nunca efímera.

La muerte no es oscura cuando se ha obrado el bien en la vida. Por eso, nuestro Martí apostó por consagrar su obra a una humanidad mejor, por eso, el sol se detuvo en su rostro y marcó el inicio de su segunda estancia por el mundo, entre nosotros, esta vez eterna.