CAMAGÜEY.- Justo a las ocho de la noche, una sola antorcha encendida bastó, y como algo divino, en pocos segundos la luz llegó a todos. Pero no era una luz cualquiera, era la de él, Apóstol y héroe de todos los cubanos. Era la misma llama que un día lo revivió, cuando parecía muerto y que sus ideas se extinguirían para siempre; pero, para suerte de todos, no murió y volvió para ser eterno en el corazón de un grupo de jóvenes que fueron a morir junto a su tumba, a salvar la Patria y construir algo diferente.

Gracias a ellos no hizo falta morir, pero la luz martiana siempre será necesaria, por eso Camagüey todo encendió sus antorchas para llamarlo y beber de él, de sus alertas, de su proyecto de país y, sobre todo, de su pasión por Cuba.

Afortunados estos que antorcha en mano recorrieron las calles para cumplir con el Maestro, ese que vivió en el monstruo, le conoció las entrañas, cultivó rosas blancas para sus amigos sinceros y nos llamó a andar unidos como la Plata en las raíces de los Andes. No se distinguió en aquel cuadro apretado quiénes eran de la FEEM o de la FEU, militantes o no, era el pueblo honrando a quien honor merece.

Por primera vez faltaba alguien, la gente lo buscaba, algunos más temprano, otros más tarde, pero todos lo encontraron, estaba allí, sí, y marchó con su antorcha eterna por todos y por Cuba. Era el gigante de verdeolivo, el más martiano de todos, ese que le cumplió a Cuba todo lo que Martí le prometió; faltaba el mejor alumno de El Maestro.

Uno solo dijo ¡Yo soy Fidel! y el grito se multiplicó, entonces los que no lo habían encontrado aún, no tardaron en hacerlo, se dieron cuenta de que él estaba allí dentro de cada uno, como mismo le enseñó Pepe, acompañando a su juventud, en la que ambos depositaron toda su confianza.

Martí y Fidel, Fidel y Martí, dos majaderos de la historia que creyeron en un cambio, en un mundo mejor, dos héroes de carne y hueso que legaron un sueño, una utopía hecha realidad, una luz para todos.

Fotos: Leandro Pérez Pérez /Adelante