CAMAGÜEY.- La conocida frase “dime con quién andas y te diré quién eres”, define, por transitividad, la conducta de algunas personas. Bajo la sombra del bien o del mal, la calificación se hace válida para todos... o casi todos, porque Augusto Arango Agüero, defendió la bandera de la estrella solitaria, durante la Guerra de los Diez Años, aunque su inseparable hermano se convirtiera en un siervo de la España colonialista.
Nombrar a los Arango era mencionar a gente de bien. Era hablar de una de esas familias que las solvencias económicas le habían permitido separar el trabajo manual del intelectual. Sin embargo, los Arango no destacaron por su filosofar en círculos de abolengo ni tertulias de la época. Se convirtió en un apellido de rebeldía, mucho antes del repicar de las campanas del ingenio Demajagua.
Augusto y Napoleón habían seguido a su pariente, Joaquín de Agüero en el alzamiento independentista ocurrido el cuatro de julio de 1851, en San Francisco de Jucaral. Durante el proyecto de liberación, participaron en la toma de Las Tunas y en la enfrentamiento en San Carlos, donde Augusto resultó gravemente herido y recibió luego el fatal tiro de gracia. No obstante, después de dos meses convaleciente y cuidado por Napoleón, quien era médico, pudo sobrevivir. Tras su recuperación, marchó a los Estados Unidos.
Regresó a su Patria después de la declaración de amnistía a los conjurados que siguieron a su familiar, condenado a muerte el 12 de agosto. La pena máxima a Joaquín de Agüero no significó un escarmiento para él, sino un ejemplo para no dejar de conspirar. Así que formó parte de la Junta Revolucionaria de Camagüey y fue uno de los miembros más activos de la Logia Tínima.
Luego del Grito de Yara, el 10 de octubre de 1868, los hermanos volvieron a figurar como protagonistas por la liberación de Cuba. Parecía que ambos terminarían el trabajo iniciado por Joaquín… pero el alma de algunos hombres es voluble y pierden el camino de la lealtad. A pocos días de comenzada la sublevación en Camagüey, Napoleón dio una vuelta de rosca a la historia al convocar una reunión en el Paradero de las Minas, el 26 de noviembre de 1868. Su objetivo: pactar con el enemigo y poner fin al levantamiento en la región.
“(…) habiendo propuesto Arango la sumisión a Balmaseda y la adopción del programa de Cádiz, Agramonte (…) desbarató los argumentos del pacifista con estas palabras: "Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan: Cuba no tiene más camino que conquistar su redención, arrancándosela a España por la fuerza de las armas (…) Acordada la guerra se constituyó el ‘Comité de Camagüey’, integrado por Salvador Cisneros Betancourt, Ignacio y Eduardo Agramonte. Se otorgó el nombramiento de general en jefe, de las fuerzas camagüeyanas, al insigne Augusto Arango (...)”, refiere Juan J. E. Casasús, en su libro, Vida de Ignacio Agramonte.
Durante su accionar en el campo de batalla, dejó estrategias y tácticas militares poco ortodoxas, pero admisibles si calculamos que enfrentaban a alrededor de 2 000 hombres, liderados por el Conde de Balmaseda, bien entrenados y provisto de la mejor tecnología militar de la época. Este mambí, fue uno de los organizadores del exitoso combate de Bonilla, y luego, bajo su mando, entró en escena el famoso cañón de cuero en el Desmayo, fabricado en Guáimaro por el insurrecto, Clodomiro del Risco.
Como si esto no fuera suficiente dio luz verde para que, desde ese propio enclave, hasta Consuegra, fueran colocadas alrededor de 30 colmenas a lo largo del camino para generar el desconcierto entre las filas colonialistas. Esa misma noche, cuenta Casasús, los cubanos atacaron de manera ininterrumpida al enemigo, en ese sitio, antes de “regalarles” la siguiente “sorpresa” a los españoles, sabía Balmaseda “(…) que Augusto Arango, el campeón glorioso de Bonilla, el muerto vivo, el del cráneo de plata, le esperaba en el río ‘Arenillas’".
La huestes coloniales marchaban con tranquilidad por el lugar antes mencionado, siempre alertas. No obstante, el suelo comenzó a retumbar y las piernas a vibrar, no por miedo, sino por una extraña fuerza telúrica: se les venía encima una estampida de toros bravos que provocaron un tropelaje tan caótico como el de las fiestas tradicionales de Pamplona. “En esta guerra santa, donde todo era bello, por el lado insurrecto, la manigua y el bosque, los caminos y los ríos y hasta el ganado y las abejas se ponían de parte de la causa de la independencia (...)”, apunta Casasús en su libro.
Augusto, fue capaz de adaptar la inventiva campesina y la primitiva tecnología de la manigua al teatro de operaciones para alcanzar la gloria. Mostró a sus adversarios, que el enfrentamiento no era tan desigual si con inteligencia se aprovechaban las locaciones, guerrillas y emboscadas como puntos débiles.
Con la llegada del general mexicano, Manuel de Quesada, desde Nassau, con pertrechos de guerra y hombres listos para el combate, el panorama de Camagüey da un nuevo giro. El Comité Revolucionario del territorio le entrega el cargo, ocupado por Augusto Arango. Enfatiza Casasús que, en tal sentido “(…) influyó, de modo decisivo, (...) la actitud del hermano de Augusto, Napoleón, (...) cuya conducta intrigante y antirrevolucionaria, produjo tanto quebranto a la causa de la libertad (...)”.
El reconocido historiador de esta ciudad, Gustavo Sed Nieves, en uno de sus documentos para el departamento de orientación revolucionaria del Partido Comunista de Cuba, expresa que “Al cesar en su mando, Augusto Arango, al frente de unos 400 hombres, que integraban su partida, se dirigió a la finca La Atalaya, cerca de Bagá de Nuevitas, donde instaló su cuartel general, desde el cual dominaba una importante zona, y en la que podría interceptar cualquier fuerza española”.
Al parecer, las sugerencias de su hermano, Napoleón, todavía llegaban a los oídos del patriota: como parte de una campaña de la metrópoli para terminar la contienda, un día aparecieron ante él dos emisarios del Capitán General de la Cuba Española, Domingo Dulce. Prometían la paz, reformas para cambiar el curso de la guerra, para el bien de ambos bandos. Eran dos heraldos negros, pero el héroe de Bonilla, sin pedir permiso a ninguno de sus superiores, cometió el peor de los errores: venir a la ciudad de Camagüey.
“(…) se presentó desarmado (...), acompañado de su ayudante Juan Betancourt Nápoles, con el propósito de entrevistarse con el teniente gobernador Julián de Mena, fue asesinado en el Casino Campestre por el celador de policía Miguel Ibargaray y el traidor Ramón Recio Betancourt, el 26 de enero de 1869”, comenta Sed Nieves.
Después de este suceso, las reacciones aparecieron de inmediato. “ Cubanos: El Camagüey está de luto. Augusto Arango, uno de sus hijos predilectos, ha muerto vilmente asesinado por los infames sicarios de la tiranía (…) Pero aquellos miserables no podían perder tan bella ocasión de saciar sus (...) sanguinarios instintos (…) Ellos, que a su solo nombre, temblaban de espanto (...) ¡Qué nuestro grito sea para siempre, Independencia o muerte!”, proclamaba el Comité Revolucionario de Camagüey, el 27 de enero de 1869.
Si triste fue la pérdida de Augusto, la actitud de su hermano dejó en ascuas a las tropas insurrectas. El hombre que anunció una vez que "arrojaba su guante al gobierno español", como símbolo de su colaboración, no transformaría su pensamiento. Inalterable, seguiría a las órdenes de la metrópoli. “Lejos de buscar las huestes enemigas, se aleja de su paso y olvida que clama venganza la sangre de Augusto, derramada alevosamente por los españoles”, escribió el 17 de marzo de 1869, El Mayor, Ignacio Agramonte Loynaz, con motivo de los funestos acontecimientos.
El 18 de marzo de 1830 Augusto Arango Agüero nació en nuestro Camagüey. No cayó en combate, ni tuvo la oportunidad de apreciar el desarrollo de la Guerra Grande en todo su esplendor, pero fue una pieza clave para impulsar las primeras victorias y levantar la moral del Ejército Libertador en la región. Su presencia en los campos, denotaba que ni la compañía más oprobiosa, cuánto más cercana, podía opacar la estirpe libertadora de los Agüero.