CAMAGÜEY.- Pocas cubanas han tenido que enfrentar tantos cuestionamientos como Carmen Zayas-Bazán e Hidalgo, la esposa de José Martí. Y escasos son los personajes de nuestra historia regional con tantos ángulos de apasionante interés en su personalidad.

Hija del licenciado Francisco Zayas-Bazán y Varona y de Isabel Hidalgo Cabanillas, ambos del patriciado cubano de la primera mitad del siglo XIX, Carmen tenía raíces tanto en Puerto Príncipe como en la zona de Cienfuegos. Su hermana Rosa contrajo matrimonio con el mexicano Ramón Guzmán, dueño, entre otros negocios de relieve, de los ferrocarriles mexicanos.

Su padre la llevó a México a principios de la década del setenta de la antepasada centuria, tanto en visita familiar como, posiblemente, para alejarla de la difícil situación de la Guerra de los Diez Años, que fue más dura —y también más intensa— en la zona de Puerto Príncipe. Guzmán también poseía el edificio donde radicaba la revista Universal, publicación periódica donde José Martí era ya sin discusión el periodista más brillante y polifacético. La hermana y el cuñado de Carmen vivían en la planta alta de ese edificio.

A Ramón Guzmán, por otra parte, pertenecía la casa en la que residían José Martí y su familia. Curiosamente, cuando la joven pareja se conoció, el gran prohombre cubano empezaba a salir de una relación apasionada con otra camagüeyana: la destacada actriz Eloísa Agüero —separada de su marido— de modo que la relación entre ambos no podía ser pública.

Desde los primeros tiempos en que Carmen y Martí se enamoraron se transparentó una gran pasión. En una carta a su amigo Manuel Mercado, él confiesa: “No me oculto a mí mismo que para emprender e imaginar, para alentar con fe y obrar con brío, la presencia de Carmen me es indispensable”. Más que comprensible: ella no solo era excepcionalmente hermosa, sino también muy culta y, por cierto, dotada de un estilo de escritura impresionante. Hoy, debido a las acusaciones a Carmen, no siempre justas, de no haber sido la compañera ideal para Martí, apenas conocemos nada sobre ella.

A Leonor Pérez le hemos perdonado, hasta el punto de que pocos lo saben ya, que le reprochase a su hijo el haber sacrificado una brillante carrera como abogado y periodista, para dedicarse a la lucha por liberar Cuba. A Carmen, quien sin embargo lo apoyó y se sacrificó hasta ciertos límites por él y sus ideales, la hemos relegado a un olvido semejante a una condena.

Y lo amó. Tanto, que en mayo de 1895 se arriesgó a exigirle al gobierno español que le entregasen el cadáver del Apóstol, petición osada y valiente. Cierto que abandonó, con su hijo, a Martí. Pero también mantuvo su recuerdo hasta su propia muerte, años después de alcanzada la independencia política de Cuba respecto a España. Y Martí, de algún modo, lo sabía. Ya separados, tuvieron una correspondencia —que apenas se conserva hoy— con frecuencia áspera, mas no debe obviarse que Carmen y el hijo de ambos abandonaron Camagüey, en dirección a La Habana, poco antes de la declaración de la Guerra del ‘95. Es difícil creer que esta decisión no se haya tomado con conocimiento y estímulo de Martí, quien sabía muy bien que en La Habana, su esposa y su hijo corrían un poco de menos riesgo que en Camagüey, más cercana al teatro efectivo de la contienda, carente de cuerpo diplomático y, como provincia de entonces, mucho más sometida a la violencia y la maldad del gobierno colonial y sus sicarios.

La vida de Carmen, pues, tiene claroscuros en los que no pueden dejar de observarse valores importantes. Es absurdo pensar que Martí, que había tenido ya amores que jalonaban su vida antes de conocerla, se hubiese casado con ella de modo frívolo y no con pasión y meditación.