CAMAGÜEY.- El 1ro. de junio de 1870, el capitán general de Cuba, Caballero de Rodas, transmitió a través de sus subalternos en Puerto Príncipe una comunicación a Carlos Manuel de Céspedes, entonces presidente de la República de Cuba en la manigua insurrecta:

“Es en mi poder prisionero por fuerzas de mi mando, su hijo Oscar de Céspedes. En sus manos de usted queda la salvación, dígame por el puerto que quieran embarcarse para darles absoluta garantía...”.

Se trataba de su hijo, soldado del Ejército Libertador capturado en el campo por una columna española y que ya había sido fusilado el 29 de mayo de 1870. Ruin proposición.

Difícil trance para cualquier hombre o mujer que ame a sus hijos y por encima de ellos a la Patria, más cuando la decisión la tenía que tomar quien había iniciado la insurrección y al que siguieron miles de compatriotas dejando atrás fortunas y familias; aquel que encarnaba la voluntad del pueblo cubano de alcanzar la independencia.

Si cada palabra de la proposición colonialista era pura mezquindad y cobardía, la respuesta de Céspedes simboliza honor y patriotismo:

“Es en mi poder la carta de V.E. donde me informa de la fatal desgracia en que mi hijo Oscar ha sido hecho prisionero por fuerzas de su mando; y a su vez la combinación que me hace V.E. para salvar a mi hijo, de que abandone el país ofreciéndome lugar de salida. Duro se me hace pensar que un militar digno y pundonoroso como V.E. pueda permitir semejante venganza, si no acato su voluntad, pero si así lo hiciere, Oscar no es mi único hijo, lo son todos los cubanos que mueran por nuestras libertades patrias”.

En ocasión del bicentenario de su nacimiento el 18 de abril de 1819, recordamos a ese hombre fiel a sus ideas revolucionarias, al adelantado de La Demajagua que desde joven fue público opositor al dominio colonial, al que sufrió prisión y destierro, al que enfrentó enfermedades, incluso limitaciones en un brazo y una pierna; al que no faltaron incomprensiones —con razones o no— de compañeros de lucha... y no flaqueó. Consciente de lo que su persona significaba a la causa, mantuvo la dignidad a su máxima altura.

El Padre de la Patria aprendió en el camino a trabajar por la unidad, y si fue grande cuando proclamó a Cuba Libre y dio la libertad a sus esclavos, también lo fue cuando en Guáimaro depositó la autoridad ganada y se desprendió de sus insignias para hacer más fuerte a la Patria mediante la creación de una sola dirección independentista formalizada en la República de Cuba. Él mismo alertó, ante entusiasmos anexionistas, que debían hacer la guerra sin esperar nada de nadie, y que el Gobierno de Estados Unidos pretendía apoderarse de nuestro país.

Después de su destitución por la Cámara de Representantes en octubre de 1873 se fue a San Lorenzo, en la Sierra Maestra, a vivir como simple ciudadano. Pudo salir al exterior, pero no lo hizo. Comprendía que para la causa cubana era perjudicial que el hombre de La Demajagua, el que había iniciado la lucha, abandonara la manigua y emigrara como muchos habían hecho. Otra vez se decidió por el sacrificio. Quedó en Cuba Libre consciente de que era una presa que buscarían las autoridades españolas como trofeo de guerra, y cuando el fatídico día 28 de febrero de 1874 entraron subrepticiamente en el pequeño caserío, Céspedes debió pensar —una vez más— que el enemigo no podría capturarlo vivo; antes vendería cara su vida y solo su cadáver entraría a un Santiago español. Y se inmoló, no porque utilizara su arma para quitarse la vida, sino porque enfrentó con un revólver a sus contrarios sabiendo que el desenlace sería la muerte.

Hoy sus restos descansan en el cementerio Santa Ifigenia, muy cerca de dos de sus más fieles seguidores, Martí y Fidel; porque a decir de este último:

“...en Cuba solo ha habido una Revolución: la que comenzó Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868 y que nuestro pueblo lleva adelante”.