CAMAGÜEY-. Gertrudis Gómez de Avellaneda contaba con una mano delicada, pero pesada. Cada vez que la acercaba al papel lo surtía de poemas, novelas, dramas, romances y se escribía ella misma de pies a cabeza. Así se blindaba el cuerpo en una sociedad “pensada” para hombres. Con esa estrategia protegía al espíritu del salitre en la mirada inconforme de sus contemporáneos y de los intelectuales del mañana. Salvaba, con la ayuda de otras voces, los cuestionamientos sobre su esencia cubana y la indiscutible impronta de sus obras.

La Tula llegó al mundo el 23 de marzo de 1814 en Puerto Príncipe, fruto del amor entre un oficial de la marina española y una camagüeyana. Ya antes de cumplir los diez mostraba dotes artísticas al elaborar sus primeros versos como expresara en sus páginas autobiográficas. En esas anotaciones define su infancia y etapas postreras, en las que predominaban la “(…) afición al estudio y una tendencia a la melancolía”. El espacio para la lectura, la absorción de autores franceses y españoles y la avidez por crear ocuparon un espacio central que dio sentido a su existencia.

En la fecunda carrera de esta notable literata subyace una vida marcada por el aliento de la poesía. La poesía, como una actitud, que salpicaba cada texto con la gracia, la elegancia y carácter de una fémina que desde temprano quiso un destino diferente para sí. Con la composición Al partir, a los 23 años, consagraría, de una vez por todas, ese camino de triunfos en el mundo cultural y de desasosiegos sentimentales, tanto en su tierra como en España.

VIRTUOSA DEL VERSO

Después de poco más de dos centurias de su nacimiento un título como La Avellaneda en su bicentenario, en el cual aparecen dos investigaciones de los autores Luis Álvarez Álvarez y Olga García Yero, reivindica la valía y prestigio de esta dama de las letras cubanas. El Dr. Álvarez Álvarez, con tino refiere en su trabajo La Avellaneda en su teatro que su “torrencial fluidez melódica no fue un “malhadado virtuosismo”, sino una de las contribuciones más sutiles a la renovación poética de la lengua castellana y, también, de la poesía cubana (…) logró que el verso español —tanto lírico como dramático— recuperara agilidad, precisión expresiva y energía melódica”.

Disímiles intelectuales del siglo XX han reprochado por motivos estilísticos o tan solo subjetivos —envueltos en mares de contradicciones— el quehacer de la Tula. Sin embargo, el también Premio Nacional de Literatura 2017 alega en su pesquisa: “(…) ella fue importante artífice de la construcción de un verso germinalmente nuevo, para la poesía y para el teatro. El virtuosismo métrico de la Avellaneda, lejos de ser merecedor de una consideración peyorativa, merece admiración por revelar una seriedad artística y un talento creador que (…) tienen mucho que ver con la actitud de depurador examen que se produce, en las primicias del Modernismo.

“Desde luego, no es fácil aceptar que una mujer del siglo XIX, además de escribir varias formas de literatura, se lance a tantear transformaciones estilísticas”, apunta convencido el reconocido letrado.

CON SU FIRMA DE MUJER

Santiago de Cuba, Burdeos, La Coruña y Sevilla fueron destinos que alimentaron, ya fuera de manera contemplativa o intelectual, el pensamiento lírico de la Tula. En ese sentido, desde España, impulsaron su madurez grandes como Espronceda, Bretón, Quintana y Zorrilla, a quienes conoció personalmente ¿Y por qué no agregar a esa lista a su amor no correspondido, Ignacio de Cepeda? Ese hombre al que dedicó tantas cartas y profundas inspiraciones; al que confesó desvelos, añoranzas e hizo cómplice de sus sinsabores y alegrías.

La luz del éxito le llegó en varias ocasiones. Algunas de ellas acaecieron en Madrid, con los aplausos a puestas de teatro como Hortensia y La sonámbula y los dos premios de poesía obtenidos en el Liceo de esa ciudad. Aún con la probada suficiencia artística le fue negada su petición para incorporarse a la Academia Española. Era mujer.

“Gertrudis vivió en una etapa de enormes prejuicios hacia las escritoras. Se suponía que ellas abordaran temas hogareños, le dedicaran poemas al esposo, a los hijos, a las amistades y con una enseñanza moral muy visible. La Avellaneda no quiso seguir esas pautas y escribió como podría hacerlo cualquier hombre de su tiempo. Eso la convirtió quizás en una de las primeras figuras del siglo XIX, que lograra vivir de su escritura”, alegó el crítico de arte y narrador, Roberto Méndez Martínez.

La inventiva y la particular forma de concebir la poética constituyeron fortalezas de la autora principeña. Así lo confirman las palabras de Méndez: “En su Soneto imitando a una obra de Safo, la Avellaneda toma el texto de esa poetiza griega, que originalmente está inspirado a una mujer y lo transforma. Le añade elementos de la cultura europea y cambia su esencia al dedicárselo al sexo opuesto. Los procedimientos utilizados parecen, más que modernos, posmodernos”.

El pintor español Federico Madrazo inmortalizó a la Tula a los 43 años. A priori se percibe en el cuadro un aire pomposo, una alcurnia epocal que quizá la envuelva en finos y cómodos trajes. Sin embargo, los ojos son la ventana del alma, y los de ella no mienten: hablan de la artista que murió en Sevilla, la que nunca abandonó a su patria. Aquella que permanece igual de frágil, igual de sola, pero que a la vez seduce al caminante desde una escultura, con su piel bronceada, y dialoga con el lector desde su poesía.