La marcha militar que cada domingo escoltaba a las tropas españolas desde su cuartel hasta la Iglesia San Isidoro para asistir a la misa, acompañó aquella mañana del cuatro de agosto de 1839  el primer llanto de quién fuese un ícono de la rebeldía nacional y de las gestas libertadoras de Cuba.

Calixto Ramón García Iñiguez, el insigne patriota cubano, nació ese día en la casa marcada hoy con el número 147 de la céntrica esquina Frexes y Miró, en la oriental ciudad de Holguín.

La noticia del alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes en el ingenio de La Damajagua lo tomó sorpresivamente de visita en su tierra natal, regresando esa misma noche a Jiguaní, donde se levantó en armas tres días después en la finca de Santa Teresa, bajo las órdenes de Donato Mármol.

Con 29 años de edad,  el joven se incorporó inmediatamente al estallido insurreccional del 10 de octubre de 1868, donde las exigencias de las contiendas independentistas condicionaron su formación militar.

La firmeza de su carácter y el amplio dominio de la balística de la época lo convirtieron en poco tiempo en el primer jefe mambí en utilizar la artillería, conocimientos  que adquiridos de forma autodidacta sentaron precedente en el arte militar cubano.

En septiembre de 1874, en San Antonio de Bajá, camino real entre Manzanillo y Bayamo, tropas cubanas del Ejército Libertador fueron sorprendidas por soldados peninsulares.

Ante su inminente captura, Calixto decidió, en acto de heroísmo, dispararse bajo el mentón para privarse de su vida antes que caer prisionero, pero por fortuna la bala no siguió el curso esperado y el jefe mambí pudo sobrevivir.

Al igual que Maceo y otros patriotas, se opuso con toda su energía al Pacto del Zanjón hasta reiniciar la lucha, a la cual se sumó nuevamente en mayo de 1880, fracasada la paz por las condiciones que proponía el alto mando militar de la metrópoli en la Isla.

Protagonista de numerosos combates el Mayor General, más allá de un estratega a toda prueba, era un hombre amante de su familia y con gran sentido del humor, como lo definiera el periodista Nicolás de la Peña en su libro “Así fue Calixto, el Mayor General”.

En el texto De la Peña nos cuenta sobre la picardía de un padre celoso que cuidaba adelantar una hora al reloj de la sala para que la visita del novio de su hija Leonor fuera rápida, o el romanticismo con el que era capaz de describir una noche de añoranza en la manigua a su amada esposa Isabel Vélez.

Pero como ha de esperarse de todo jefe militar en tiempo de guerra, a este temperamento tierno también se le anteponían fuertes arranques coléricos, defecto que reconocía aun cuando no era de los que pedía excusas una vez pasada la ira.

Por ello en cierta ocasión le pidió a su secretario Manuel Rodríguez Fuentes, a quien estimaba mucho, que la próxima vez que volviera a recriminar  injustamente a un oficial se acercara de forma discreta y en voz baja exclamara: “¡Ave María Purísima, General!”.

Su humorismo también estuvo presente en otros pasajes de su vida como en aquella ocasión en que el prefecto llegó alarmado a informarle que las ratas se estaban comiendo su artillería, a lo que García replicó “¡vuelva enseguida al almacén y establezca una guardia de gatos!”.

 Así era Calixto, el hombre que no necesita encomio porque lleva su historia marcada en la frente herida como lo calificó el apóstol José Martí, después de conocer el valor y gallardía de efectuarse aquel disparo en la barbilla ante la eminente captura de las tropas enemigas.

Al igual que Maceo y otros patriotas, se opuso con toda su energía al Pacto del Zanjón hasta reiniciar la lucha, a la cual se sumó nuevamente en mayo de 1880, fracasada la paz por las condiciones que proponía el alto mando militar de la metrópoli en la Isla.

La participación de sus tropas en Santiago de Cuba fue decisiva para el desenlace de la guerra hispano-cubano-norteamericana, época en la que advirtió sobre la necesidad de estar prevenidos, pues cuando los americanos llegaran a Cuba necesitaban encontrarse con un gobierno fuerte y organizado con el que se vieran obligados a tratar.

Lamentablemente sus palabras no fueron escuchadas y luego de la rendición de Santiago, mantuvo la firmeza ante la arrogancia de los jefes militares yanquis, quienes no permitieron la entrada del Ejército Libertador a la rendida capital de Oriente.

Posterior al envío de la carta al General William Shafter, jefe de las fuerzas norteamericanas, donde le reveló con crudeza sus verdaderas intenciones con Cuba, le fue designada la que sería su última misión: viajar a Washington para conciliar el licenciamiento de los combatientes al Ejército Libertador y lograr se reconociera por ese gobierno, la existencia de la Asamblea de Representantes.

La nostalgia por la patria que aún no lograba ondear la bandera de la estrella solitaria, junto a la añoranza por su hija Mercedes, enferma de tuberculosis desde hacía varios meses, se confabularon con el clima frío de Washington y una cruenta neumonía, cegaron para siempre en tierras extranjeras la vida del general de las tres guerras.

A 178 años de su natalicio, Cuba no olvida a uno de sus hijos más fieles, quien dejó en su epistolario múltiples muestras del cariño y orgullo que sentía por su ciudad natal, como insigne y estratega jefe militar.