CAMAGÜEY.- Vivimos en una era de grandes contradicciones, de los que pujan por el bien o los que pujan por el mal. Pero es una época también de privilegios que en Cuba resultan, a diferencia de lo descrito por los diccionarios, una ventaja exclusiva o especial para millones de personas.

El haber conocido a Fidel, vivir en la contemporaneidad de sus actos, saber de su entrega por los pobres, de su empeño en rehusarse a todo lo que oliera a riquezas, darle la mano o escucharlo en lo íntimo con una voz que parecía apagarse, fueron prerrogativas de muchos.

La infausta noticia resultó inimaginable para quienes estuvimos en Birán, en su querido Birán, el 4 de noviembre. Solo veintiún días después de estar junto a él en el pensamiento, de caminar tras las huellas de Lina, quien al igual que Ángel, forjaron en él las ansias de rebeldía, aquella bomba irrumpió en nuestros corazones.

Privilegiados fuimos aquellos que lo vimos avanzar por nuestras calles camagüeyanas el 4 de enero de 1959, encima de un tanque, rodeado de los barbudos rebeldes, bajo la clarinada de la libertad, con apenas 12 o menos años cumplidos.

El honor se masifica en multitudes que vieron a Fidel crecerse frente a las dificultades, desafiar poderosas fuerzas dominantes, dentro y fuera del ámbito social y nacional, o promover la radicalización de las estructuras del poder burgués por un poder real de masas.

Fidel trajo felicidad a las familias desamparadas, carentes de un techo donde guarecerse, de una salud pública y escuelas gratuitas; fomentó las fuentes de empleo; avivó el concepto de soberanía e independencia nacional; y modeló una filosofía de resistencia que nos hace fuertes e invencibles.

Los más de 700 000 camagüeyanos tuvimos el privilegio de comprobar sus premoniciones, fraguadas quizá antes, pero dichas aquí, de que Cuba se convertiría en una potencia médica mundial, dibujar con firmes palabras los conceptos de la ciencia del ejemplo y humanizar la verdad sobre las mentiras.

No me arrepiento de haberle dicho una vez a Ramón, al hermano mayor, que me podía morir tranquilo, porque tuve –no es solo patrimonio mío, sino de muchos colegas– la oportunidad de conocerlo y de haber compartido en múltiples coberturas periodísticas con Fidel, al que despediremos físicamente dentro de unas horas, y con Raúl, quien veneró siempre al gigante rebelde, como nos consta a mucho de nosotros.

No fue un placer particular, dan fe muchos cubanos, su sonrisa picaresca, mirada electrizante, verbo amigable, consejo oportuno y el sentido común de siempre de decir la verdad, a riesgo de la vida.

Son atributos de Fidel fundidos de manera armoniosa en el pueblo en días de tristeza y llanto, de cantos e himnos que sedimentan el camino en el umbral de la eternidad, signado por su firmeza antiimperialista y el símbolo imperecedero de la solidaridad humana que se esparce e imanta el universo.