CAMAGÜEY.- Siempre confió en los jóvenes y no podía ser de otra forma; un país todo se encomendó a él y a los suyos sin importar sus escasos 26 años de edad. Cuando parecía que Cuba se hundía en su dolor y ya algunos se preguntaban dónde estaban los martianos de ese tiempo, este muchacho, adoctrinado por el Maestro y cansado de ver a su pueblo sufrir, asaltó la esperanza de muchos y convirtió a la Maestra de todas las sierras en el estrado que lo inmortalizó.

No resulta extraño entonces que él confiara tanto en los más bisoños. La Revolución que pensó, la niña de sus sueños, era, es y será una obra de y para jóvenes. Quizá por eso iba, una y otra vez, a convocarlos, allí mismo, donde se hizo revolucionario. Cuentan los afortunados de esa época que no había hora para que el gigante de verde olivo apareciera en busca de sus mejores aliados, lo mismo en el campo productivo que en la colina universitaria.

En los momentos más difíciles de su Cuba, cuando algunos pensaron que tres consignas y dos cristales rotos amedrentarían a todo un pueblo que ya era dueño de su destino, él tuvo como primer pensamiento, una vez más, recurrir a la fuerza del Alma Mater, no se percató que era agosto, aun así miles lo siguieron a demostrar que las calles seguían siendo de los revolucionarios.

No fue casualidad que justo cuando se conmemoraba el aniversario 60 de su entrada a la Universidad, en el Aula Magna, con la capacidad sin igual de viajar al futuro para luego regresar y contarlo, nos alertara de que el proceso revolucionario era reversible si no le poníamos freno a males como el derroche, la corrupción y la burocracia, y solo en las manos de los jóvenes estaba y aún está la posibilidad de impedirlo.

“¿Es que los hombres pueden hacer que las revoluciones se derrumben? —se cuestionó aquel día— ¿Pueden o no impedir los hombres, puede o no impedir la sociedad que las revoluciones se derrumben? Esta Revolución puede destruirse, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra”. Era la primera vez que hablaba en tales términos. Dictaba otra tarea, de esas complejas que dejan los de su talla: demostrarle a la historia que sí podemos contra su rueda. Pero lo que no nos contó nunca fue cómo enfrentarnos al paso del tiempo. No nos dejó tareas para evitar el destino y comprender su adiós.

Ahora nos toca a quienes vivimos en su era, a quienes crecimos escuchando sus discursos de seis, siete, ocho y todas las horas que fueran necesarias, lograr que quienes nunca lo vieron marchar al frente de su gente con su imponente figura, lo sientan tan suyo como sentimos nosotros el captado por Tirso Martínez, tirándose del tanque en Playa Girón.

En su último mensaje a los jóvenes nos testaba: “Si los jóvenes fallan, todo fallará. Es mi más profunda convicción que la juventud cubana luchará por impedirlo. Creo en ustedes”. Cómo fallarle a quien nunca nos falló, cómo traicionar el camino seguro que nos enseñara, cómo no gritar Yo soy Fidel, creerlo de verdad y convertir la consigna en un modo de actuación.

Cómo no seguir creyendo en un hombre como él, cómo no seguir luchando por su proyecto de país, que es nuestro, cómo renunciar a la alternativa que él le mostró al mundo y cómo no derramar lágrimas cuando nos llega el primer aniversario del día más triste de nuestras vidas, el día que partió el mejor hijo de la patria, el día que nos dimos cuenta que no era inmortal, pero sí eterno.