CAMAGÜEY.- Cuando el trovador Antonio Batista canta a su público reproduce las verdades que, según dice, lo hacen un ser musical. En sus temas vierte las impresiones que sobre el alma le dejan la belleza femenina, las calles de Camagüey, los claroscuros de la vida y el amor hacia todo aquel motivo o persona que le condujeron, espontáneamente, por el camino de la guitarra.

“Soy el mayor de cuatro hermanos y en mi niñez ayudaba a mi madre en los quehaceres del hogar. Ella padecía de epilepsia. Aunque tuve una infancia ocupada siempre hallaba el momento para jugar a la pelota e improvisar ritmos, en un rincón, con una latica y un palito. En aquellos años me fascinaba la batería”. Pero la musicalidad era casi una cuestión de genética.

Para Antonio resultan inolvidables los días en que se colaba a hurtadillas, junto a su mamá, en las casas de cultura y siempre por la misma razón: un piano. Además de la travesura, -que todavía le saca algunas sonrisas- nada le parecía más fabuloso que escuchar las notas nacidas del instrumento. “Cada vez que sus manos recorrían las teclas, ella se relajaba. Yo solo miraba y dejaba que la melodía me arrastrara.

“Mi tía, Candita Batista, también era una versada en el piano. En el hogar de mis abuelos paternos había uno y presencié, desde el calor de la intimidad, sus dotes artísticas cuando cantaba María la O o drume negrita. Claro, después a mis veintitantos, tuve la oportunidad de verla en sus peñas de la calle Cristo”.

A los 14, aunque traía consigo la música, dejó de pensarla. En esa turbulenta etapa, que es la adolescencia, se las dio de Jigoro Kano, y comenzó a practicar judo. Luego, probó con el karate y quiso superar a Gichin Funakoshi. “A pesar del eventual paso por las artes marciales y los deseos por emular a sus grandes maestros, me quedaron enseñanzas como la disciplina y la paz mental, indispensables a la hora de componer una canción”.

Corría el 1986 y Antonio Batista partió hacia la Ucrania integrante, en ese entonces, de la Unión Soviética. Llegó a Járkov como estudiante de Ingeniería Química y regresó a Cuba con el trovador insertado en el espíritu.

“En la antigua URSS concreté cuál sería mi vocación. Allí, en el año ´86 participé en un Festival de la FEU realizado en Moscú, que rindió homenaje a la Nueva Trova. En aquel festival yo obtuve el segundo lugar y me hicieron miembro de ese movimiento.

“Tras cumplir mi servicio social en Moa, como especialista en el control de la calidad en la producción de níquel y cobalto, volví a Camagüey y trabajé un tiempo en el laboratorio Mambí, perteneciente a la Empresa de Conservas y Vegetales de la provincia. Por esas fechas ya había escrito algunas canciones que hacía bastante me rondaban la cabeza y retomé la guitarra”.

Los lazos con su instrumento musical ya los había creado a la edad de 15 años con la ayuda de un maestro de la Casa de la Cultura Ignacio Agramonte Loynaz, situada en La Vigía, conocido como Chapotín. Del encuentro de una melódica voz que le quedara se encargó César, su profesor de Matemáticas en la Preparatoria.

“En el año ´97 una comisión de La Habana aprobó mi entrada al centro de la música y obtuve el permiso como músico profesional. A mi grupo Trovarte, fundado desde hace cuatro años, lo he hecho una extensión de mi alma y cada martes, desde la Casa de la Trova, ofrecemos a los presentes nuestros acordes, destinados a mover neuronas y reflexionar sobre tópicos sociales.

“Los trovadores debemos construir nuestros temas con poesía y evitar el facilismo, la comodidad. Una canción que me causa orgullo es Los imprescindibles, con ella expresé mi dolor por la muerte del Comandante en Jefe, Fidel Castro y resultó una modesta dádiva para agradecerle por su obra imperecedera”.

Antes de actuar, Antonio siempre observa a su público. Siempre busca el discurso adecuado e intenta diseminar las posibles tensiones iniciales. “La conexión es fundamental”, dice él mientras abraza a su guitarra, mientras la toca en silencio, como un ritual que perpetúa un amor idílico.