El cuatro de febrero de 1962, el Comandante en Jefe Fidel Castro dio a conocer al mundo la Segunda Declaración de La Habana, ante una masiva concentración popular que reunió a más de un millón de cubanos en la Plaza de la Revolución José Martí.

A ese acto valiente y patriótico, exponente de la confianza de un pueblo en su principal dirigente, Fidel lo llamó Asamblea General Nacional y respondía a las últimas agresiones e injerencias imperiales contra Cuba, dentro del escenario Latinoamericano.

Los presentes, por aclamación, aprobaron el documento proclamado por su líder, el cual situaba muy en alto la dignidad de la nación, su voluntad inquebrantable de autodeterminación, de construir el socialismo como se decidiera tras acontecimientos relevantes y de defender la soberanía del país, a cualquier precio.

La conjura organizada por Estados Unidos se realizó días antes en Punta del Este, Uruguay, con cierre el 31 de enero anterior. Ocurrió dentro de la sesión de la VIII Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, concitada por el Consejo Permanente de la OEA , a fin de concretar y promover nuevas sanciones económicas y políticas contra la joven Revolución, de la que Estados unidos temía más que todo la fuerza de su ejemplo. Algo que su ego y naturaleza no podría permitir.

Allí Cuba asistió todavía como miembro de la Organización de Estados Americanos (OEA), representada por el presidente Osvaldo Dorticós, y Raúl Roa, quien fuera bautizado después con el título de Canciller de la Dignidad, por sus propios colegas del continente que admiraron su vertical y corajuda defensa de la Revolución en los foros diplomáticos y la ONU.

Eran tiempos del presidente John F. Kennedy, bajo cuyas instrucciones se urdió un complot que repartió dinero del tesoro público de su nación para comprar la vileza y la traición de desprestigiados gobernantes de algunas naciones del área.

Había que aislar a Cuba, condenarla, para llevarla a una situación económica y social insostenible, luego de que las agresiones mercenarias y de las bandas de la contrarrevolución interna y el terrorismo demostraron poca eficacia y grandes descalabros para ellos. Aquello era una suerte de antesala de lo que poco más tarde sería el criminal bloqueo económico, financiero y comercial, condenado por el mundo.

Se hizo todo por el aislamiento diplomático de Cuba; el cese total del comercio con la Isla; y, especialmente, para expulsarla del Tratado Interamericano de Defensa Recíproca (TIAR), con el argumento del vínculo de la nación antillana con potencias ajenas al entorno geográfico con sistemas políticos basados en el marxismo-leninismo, proscrito como al diablo, por designio imperial en su “patio trasero”, además de su territorio nacional.

Ello conllevaba tácitamente a la expulsión de Cuba de la OEA. Allí, se sabe, la potencia logró imponer su voluntad. Fidel reconoció que aunque hubo gobiernos resistidos a cumplir tan desvergonzado e irracional fin, Estados Unidos presionó como bien sabe, con conciliábulos, chantajes, regalías, amenazas y mentiras y al fin se aprobaron cuatro resoluciones contra Cuba, de las nueve allí firmadas.

 

SEGUNDA DECLARACIÓN DE LA HABANA

Una de las cualidades que más destaca en la Segunda Declaración de La Habana, proclamada en la tarde de aquel cuatro de febrero, además de la dignidad y autodeterminación de la nación, es el gran espíritu latinoamericanista que la transita, a pesar de la traición y cobardía de algunos de los jefes de gobierno allí representados.

El documento cubano comienza con las palabras del Héroe Nacional, José Martí, cuando en lo que se considera su Testamento político, en la carta a Manuel Mercado, subraya que seguirá luchando como siempre lo hizo hasta el día de su muerte, para evitar con la independencia de su patria que Estados Unidos cayera con esa fuerza más en los pueblos de América.

Como el Apóstol, Cuba vindica su pertenencia y fidelidad a la Patria Grande y denuncia los peligros que entraña seguir dependiendo de los designios del imperio del norte. Se vuelve a señalar el verdadero enemigo de los pueblos del área, solo interesado en saquearlos y despojarlos de sus riquezas.

La II Declaración ratificó la denuncia a la sistemática injerencia del gobierno de los Estados Unidos en la política interna de los países de Nuestra América, algo probado por la historia y que llega y se mantiene en días de hoy.

Y expresó que aunque quisieran aislar a Cuba en la economía y otros terrenos, su pueblo seguiría adelante, resistiendo a toda costa porque

“la patria no trabaja para hoy, la patria trabaja para mañana. Y ese mañana lleno de promesas no podrá nadie arrebatárnoslo, no podrá nadie impedírnoslo, porque con la entereza de nuestro pueblo lo vamos a conquistar, con el valor y el heroísmo de nuestro pueblo lo vamos a conquistar”.

Lo enunciado en el párrafo anterior suena más vigente e importante, si pudiera ser, en días de hoy. Febrero tiene luces muy importantes para los cubanos, además de la histórica aprobación de la II Declaración de La Habana.

Fue el 24 de febrero de 1895 que bajo la dirección del Maestro se reinició la revolución cubana, comenzada por Céspedes en 1868. Fecha que se ha recordado repetidamente con hermosas acciones.

El próximo 24 de febrero, un documento que entraña el mismo simbolismo para la dignidad , soberanía, autodeterminación, prosperidad, “trabajo para el futuro”, antiimperialismo y unidad, que la histórica Declaración expuso al mundo hace 57 años, se someterá a referendo aprobatorio.

Se trata de la nueva Constitución de la República de Cuba, hecha por el pueblo y sus legisladores, a la medida del sueño de Martí, de sus héroes caídos en 150 años de Lucha y del siempre presente Comandante en Jefe Fidel Castro. Y el pueblo asumirá cabalmente tamaño compromiso con la Patria.