CAMAGÜEY.- Ella es una de las niñas que nació y se crió en la Quinta Simoni. En contra de su voluntad debió emprender un viaje de desgarramientos; sin embargo, Alma Flor Ada Lafuente se resistió a alejarse para siempre de ese remanso. Cuando la conocí me confió que tenía un deseo: celebrar sus 80 en el entrañable Camagüey, y este miércoles lo ha cumplido.

En febrero del 2017, un amigo común nos hizo coincidir. También me acompañaba el colega Eduardo Labrada, quien esa tarde de remembranzas descubrió el lazo filial que los une. Tampoco imaginábamos la grandeza de esta mujer, Profesora Emérita de la Universidad de San Francisco. La Asociación de Educadores Bilingües de California estableció el premio anual Alma Flor Ada Teachership Award, desde el 2008. El Gobierno de México le reconoció con el prestigioso lauro OHTLI su labor en favor de la comunidad mexicana en el exterior. Es, además, miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.

Su obra literaria abarca poesía, cuento, teatro, memoria, no-ficción, así como textos educativos y libros pedagógicos universitarios, pero ella se ha cultivado para proteger el legado cultural de la familia. Ha publicado más de 200 títulos, pero de todos, los más recurrentes son dos: Tesoros de mi isla y Vivir en dos idiomas, porque contienen recuerdos de su infancia y gran parte de sus memorias.

Usted ha demostrado que es posible salir y quedarse al mismo tiempo en un lugar. Aunque resulte paradójico, ¿qué provocó aquel viaje “definitivo” y cuáles cicatrices le produjo la emigración?

—Mis padres quisieron protegernos a mí y a mi hermana Flor de la dictadura batistiana. En 1957 nos llevaron a estudiar en Miami, donde ya vivía una de mis tías. Pasé de allí a la Universidad Complutense de Madrid. Cuando mi madre se enteró que iba a tener una niña, 21 años menor que yo, quiso estar con su hermana. Así terminaron mis padres en los Estados Unidos. No fue mi elección quedar fuera de Cuba sin haberme despedido nunca.

Entonces Alma Flor nos cuenta de su viaje a Perú para completar los estudios de doctorado. Allá tuvo tres hijos, se hizo maestra y cobró conciencia latinoamericana, pero el esposo la hizo regresar a los Estados Unidos.

“He tratado de convertir el dolor de la ausencia y la nostalgia por Cuba, de la que he añorado desde las más humildes hierbas a la ceiba majestuosa sembrada por mi abuela, en estímulo para la labor, en fuerza para seguir adelante. Cuando sentía que el pan que me alimenta siempre será pan ajeno, como canta la hija de Violeta Parra, me enjugaba las lágrimas y buscaba en los versos de Heredia y de Tula, en las palabras, siempre, de Martí, en el recuerdo bizarro de Agramonte, en cada imagen de Cuba dentro de mí, un alimento más importante que cualquier pan.

“Y así he vivido siempre en Cuba, porque la esencia de mi ser es toda Cuba”.

Alma Flor prefiere continuar el diálogo desde la huella en ella de sus abuelos, Medardo Lafuente Rubio y Dolores Salvador Méndez, quienes tuvieron cinco hijos. Él ganó el premio del Concurso de Poesía organizado aquí por el Centenario de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Cuando el 24 de febrero de 1912 se erigió la estatua a Ignacio Agramonte, héroe epónimo del Camagüey, fue uno de los oradores, y recibió un abrazo de la viuda, Amalia Simoni.

“En 1980 Cuba extendió una invitación a intelectuales cubanos en el extranjero. Esa experiencia después de tantos años de ausencia fue extraordinaria. Uno de los momentos más emotivos para mí fue conocer, en la sede de la Uneac de La Habana, a Nicolás Guillén.

“Cuando le comenté que en su autobiografía hacía mención a mi abuelo, me dijo: ‘Sí, buen orador y buen poeta. Verdadero propulsor de la cultura en Camagüey’. Entonces me miró y enfatizó: ‘¡Ah!, pero la que era una persona excepcional era su abuela’”.

En efecto, Dolores Salvador Méndez egresó en La Habana del Colegio María Luisa Dolz, de ideas progresistas sobre educación, la equidad de la mujer y su papel como activista social.

“Ella creía en la importancia de una educación total, que no se limitara a la instrucción, y en el derecho de todos a la educación. Creó la primera escuela nocturna que hubo en Camagüey para mujeres trabajadoras, la Escuela Pública Carlos Manuel de Céspedes. Muchas damas miraban mal a mi abuela porque tempranito en la mañana tocaba la puerta, y a la que trabajaba le decía: ‘Estás limpiando la casa de otra mujer, cuando, si te educas, pudieras tener tu propia casa’.

“Cuando se abrió la Escuela Normal en Camagüey, ella quiso presentar a un grupo de estas alumnas al examen de ingreso. Fueron las únicas uniformadas. Junto con ellas se examinó mi tía Virginia. Todas aprobaron. Entre ellas estaban Eduviges y Etelvina Torné. Una llegó a ser superintendente de escuelas de Camagüey en la Revolución”.

A la Quinta Simoni llegan por su bisabuelo, ¿cómo la adquirió?

—Federico Salvador Arias compró la Quinta a los Simoni Argilagos. En el actual museo está el acta de venta. Poco después de la compra murió de un infarto. No había hecho testamento, pero como sí había reconocido a los hijos, el varón de los primeros seis, y el mayor del segundo grupo, hacen la repartición, tratando de encontrar cierta equidad. Decidieron que la Quinta Simoni fuera para Federico Salvador Méndez y su hermana Dolores, mi abuela.

Me llama mucho la atención el sentido de la familia. ¿A qué atribuye esa pasión por bordar la memoria?

—Quise mucho a mis abuelos. A pesar de que tenía dos años cuando murió mi abuelo, lo recuerdo vivamente. Él entraba a la Quinta Simoni, y al lado de la puerta había uno de esos paragüeros grandes, se quitaba el sombrero de pajilla, lo colgaba, soltaba el bastón y me cogía en brazos. Me encantaba su olor a tabaco y a tinta de imprenta. Entre las pocas cosas que tengo de él está el poemario Jornadas líricas y las cartas a mi abuela, y recientemente el libro Páginas rescatadas, que he publicado con los otros escritos que he podido encontrar.

“Mi abuela me regaló un ejemplar de Jornadas líricas y escribió en la dedicatoria: ‘Recordarás a la que llamabas Mi Paraíso’. Ella ha sido la persona que más ha influido en mí, aunque no había cumplido seis años cuando murió. En esa dedicatoria me dice, ‘apenas vas a cumplir cuatro años, y ya pongo en tus manos este libro de Papaíto Santo’, que es como lo llamábamos. Y luego añade... ‘tú me dijiste que él tenía cantara lírica...’. Mi abuela me hablaba en esos términos.

“Yo sentía la vibración entre estas dos personas. Quería estar entre los dos, porque me daba la misma sensación que como cuando después de la lluvia me iba debajo de un naranjo en el patio de los pavos reales a sacudir los gajos, para que me cayera el agua con el olor a azahar.

“He querido darlos a conocer. He querido que no se muera su pensamiento y sus valores, que no se olvide quiénes son, que la familia los conozca. Es una urgencia vital para mí. Espero en todo lo posible mantener vivo su recuerdo”.

Esta foto es de la puesta de La Sonámbula, la primera obra de teatro de Alma Flor. Ella la protagoniza junto a Severo Sarduy, amigo y compañero del Bachillerato. La pieza critica la educación recibida que enfatizaba en la memorización y limitaba la creación y el diálogo.Foto: Archivo de la entrevistadaEsta foto es de la puesta de La Sonámbula, la primera obra de teatro de Alma Flor. Ella la protagoniza junto a Severo Sarduy, amigo y compañero del Bachillerato. La pieza critica la educación recibida que enfatizaba en la memorización y limitaba la creación y el diálogo.Foto: Archivo de la entrevistada

He escuchado una canción hermosa, Dónde termina el nacer, ¿por qué prefiere la edad de la inocencia?

―La escribí cuando cumplí 50 años, porque la vida va del nacimiento a la muerte, pero no queda siempre claro en qué momento se deja de nacer y se comienza a morir. Para mí la infancia, la juventud, el momento en que mis hijos eran niños son de enorme importancia y me resisto a dejar que desaparezcan.

“Me niego a pensar que el ser adulta obligue a la niña, la joven que fui, a desaparecer, porque la considero viva dentro de mí. Y aunque ahora mi pelo sea totalmente blanco y mi cuerpo muestre el paso de los años, interiormente me sigo sintiendo joven, y, como digo en la canción, me queda la risa revoloteando en el alma. Quizá por eso me sea tan natural vivir tan unida a Camagüey, aunque tanto de mi vida haya transcurrido en otros sitios y tenga buenas memorias de otras partes. Mientras viva, nada me desarraigará de esos años primeros”.

Es la niña, pero hoy también es la abuela...

―Difícil eso de ser abuela. Jamás me imaginé en el papel, no solo de la abuela sino de la mayor de la familia, porque como mi tía Lolita no era mucho mayor que yo y tenía dos primos mayores, nunca me sentí en el puesto de primogénita, que ocupaban Jorge, porque tenía mucha personalidad, y Virginita, porque era muy dulce y todo el mundo la quería. Pero un día murió mi primo, luego murieron mi tía Lolita, mi prima Virginita, por último mi madre… y de momento la gente empezó a decir: “tú eres la mayor de la familia...”. ¡Uy! ¡Qué responsabilidad!

Mujer dichosa, acaba de celebrar sus 80. ¿Nos comparte un deseo de cumpleaños?

―Son curiosas estas fechas terminadas en 0. Usualmente no pienso mucho en el próximo cumpleaños hasta unos días antes, pero desde que cumplí 79 todos me recordaban a diario que me esperaban los 80. Sí tenía un gran deseo: poder celebrarlos en Camagüey, con tantos miembros de la familia y buenos amigos como fuera posible.

“De todos, mi mayor sueño ha sido sobre la Quinta convertida en centro cultural abierto a todo Camagüey. Se ha hecho realidad por el esfuerzo de muchas personas. Estoy llena de gratitud por todos. Me siento inmensamente honrada”.

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