La historia de las guerras de  rapiña está  asociada también a la del asedio utilizado para rendir por hambre y enfermedad a las naciones, que en determinados momentos no podían ser reducidas por la fuerza de las armas.  

Esa táctica fue utilizada por Napoleón Bonaparte  durante la guerra contra Inglaterra en la primera década del siglo XVIII.

Ante la imposibilidad de derrotar a los ingleses,  el Emperador decretó el  Bloqueo Continental -también conocido como Sistema Continental- y excluyó a Gran Bretaña del comercio con Europa.

Tal estrategia de guerra económica buscaba como objetivo principal arruinar a una de las potencias  más fuertes del Viejo Continente.   

Las criminales consecuencias de políticas como esas obligaron a las fracciones beligerantes a suscribir normas  tendentes a aliviar la suerte de la población civil.

El nacimiento en 1863 de la Cruz Roja y del Derecho Internacional Humanitario sentaron las bases para la formación de un estado de derecho, en el cual todas las partes se comprometían a limitar en lo posible los daños  solo a objetivos militares.

Si revisamos los Convenios de Ginebra  y de la Haya de 1864 y 1869, respectivamente, podremos constatar cómo allí se restringen los medios y métodos de combate y obliga a los firmantes a seguir sus reglas en caso de conflictos armados.

No obstante, en el caso cubano,  las viejas apetencias imperiales llevaron al vecino del norte a implantar un bloqueo naval contra la Isla en 1897, en medio de la guerra de liberación de Cuba contra España.  

Según las públicas Instrucciones de Breakseason, entonces Secretario de Estado norteamericano, el objetivo en ese momento era destruir todo cuanto estuviera al alcance de sus cañones, extremando el bloqueo para que el hambre y la peste diezmaran a la población civil y a su ejército, como vía para facilitar la ocupación militar.

En la Conferencia Naval de Londres de 1909 se definió como acto de guerra la utilización de  alimentos y medicinas para obligar a un pueblo a renunciar a su soberanía , y se calificó al bloqueo como un acto de genocidio, razón por la cual  solo es aplicable a partes beligerantes y desde el punto de vista legal destruye la tesis del bloqueo “pacífico”, muy manejado por las potencias colonialistas en los siglos XIX, XX y XXI.

Pero hay más. Los convenios de Ginebra de 1949, a los cuales  Cuba y EE.UU. se adhirieron, obligan a la protección de los civiles y establecen normas para el libre acceso a todo envío de medicamentos, víveres y material sanitario, entre otros.

En 1974 la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) denominó como  guerra económica el instante en que un estado interviene en la vida económica del otro, mediante medidas de presión como el  bloqueo o boicot.

Ese organismo internacional prohíbe en su artículo II, apartado cuatro, la agresión económica entre sus estados miembros.

Bajo la luz de ese análisis podríamos preguntarnos: ¿es legal el bloqueo norteamericano contra la Isla? ¿Acaso bloqueo o embargo, como ellos prefieren llamarle, no viola lo estipulado en el Derecho Internacional Humanitario, en la Declaración de los Derechos Humanos, la Carta de  la ONU y en el artículo IV de los Convenios de Ginebra?

El bloqueo que por más de 50 años mantiene hoy Estados Unidos contra Cuba, sigue el mismo fin del de 1897 pero con distinto patrón.

Aunque en 1961 el presidente John F. Kennedy, por mandato del congreso norteamericano, declaró oficialmente  el bloqueo contra el país antillano las agresiones databan desde mucho antes.

Baste recordar la política imperial desarrollada contra el territorio caribeño  a partir de 1959, encaminada a tratar de socavar puntos vitales de la economía y la defensa,  con acciones como la supresión de la cuota azucarera  y la negación de las empresas de La Unión a suministrar y refinar el petróleo.

Además, orientó al Secretario del Tesoro promulgar medidas  y regulaciones que prohibieran las importaciones hacia Estados Unidos  de productos de origen cubano  o de los importados desde o a  través de la ínsula.

Desde ese entonces, llámese Regulaciones para las Importaciones cubanas,  Ley de comercio contra el enemigo,  Regulaciones para el control de activos cubanos,  Ley para la democracia cubana (Torricelli) o Ley para la libertad y la solidaridad democrática cubana (Helms- Burton), entre otras,  el gobierno norteño ha desatado la más feroz y larga guerra de la historia  contra una nación, cuyo único “crimen” es luchar por su soberanía nacional.

La Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio, aprobada por la ONU el  nueve de diciembre de 1984, y hasta la Carta de la  Organización de Estados Americanos (OEA) reconoce que la política de bloqueo atenta contra la paz y la seguridad mundial y la define como crimen internacional de Genocidio.

Ya casi nadie duda que la agresión económica contra Cuba posea carácter extraterritorial y contraviene los Principios de  Igualdad Soberana,  aprobados  en la XXV Asamblea General de la ONU, que refrenda, entre otros, los derechos de un estado a la independencia y a la nacionalización de sus recursos y postula la no intervención.

Los propósitos reales del bloqueo, justificaciones apartes, están en los documentos de los archivos de Seguridad Nacional desclasificados hace algunos años.

Una simple lectura permitirá encontrar  en ellos cómo se privilegian las medidas destinadas a estrangular la economía antillana, con el objetivo, también explícito, de matar por enfermedad y hambre a su pueblo, sembrar el descontento en la población civil y minar el apoyo al proceso revolucionario.

 Si la  Asamblea General de las Naciones Unidas durante 23 años consecutivos ha apoyado casi de manera unánime  la resolución cubana contra el bloqueo impuesto por Estados Unidos, es porque a la luz del Derecho Internacional ese es el mayor crimen de guerra ejecutado contra un país en tiempo de paz.

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