CAMAGÜEY.- La curiosidad, a través de la historia, ha sido utilizada de múltiples formas en el refranero popular. Uno de esos dichos reza que mató al gato. Yo no quería correr la suerte del felino, pero la intriga resultó tan fuerte que me las arreglé para llevar a mi novia a almorzar hasta el Bar Casino, un sitio remodelado de pies a cabeza, que invita jugar a cara o cruz.

Afuera del “Bar”, el bullicio y el tráfico son intensos. En el interior, las fachadas de cristal aíslan, parcialmente, los sonidos. Desde cualquiera de las cuatro mesas disponibles se contemplan las estampas cotidianas del exterior: gente conversando, madres e hijas esperando la “carroza” en la parada, el parque Enrique José Varona y el paso de una moto berjovina, a medio volumen.

Fruto de las renovaciones, concretadas después de cinco meses, el establecimiento, enclavado en la Avenida de la Libertad, entre Humboldt y F. Rodríguez, presume de un ambiente climatizado, paredes pintadas a conciencia, piso nuevo, una barra pulida, de sillas de colores fríos y cálidos que agradan la estancia y una amplia carta, para las 24 horas del día, que incluye desayuno, almuerzo y comida. Es un gusto ver los contrastes del antes y el presente, de comprobar cuánto de veracidad hay en los slogan de los manteles del lugar, voceros de un cambio de estilo y carácter único.

Llega el turno del menú. Enseguida lanzo una mirada ansiosa como las del gigante glotón, Pantagruel, al plato principal de la casa: el pollo al ajillo. Sin embargo, paso ficha. La camarera me aclara que ese es un pedido con escasa demanda. Me dice que solo la especialidad a base de pollo —muslo y contramuslo—, cuesta 60 pesos por cabeza, sin acompañamiento, sin banda sonora. Así, para no desmoronar el apetito y no ser testigo de un concierto a capella en mi estómago, pido dos completas de bistec de cerdo grillé, por 50 pesos.

Esperamos. Miro a mi novia. Ella me observa. Observo algo más. El centro de mesa: una rosa dentro de un jarrón de granito. Escucho una canción en el televisor contiguo a la barra: ...des-pa-cito... Oigo una onomatopeya en mi cabeza. Pertenece a un gato moribundo ¿Sucumbirá?… ¿por curiosear?

Luego de unos 20 minutos aparecen los platos. Bastante rápido, a mi parecer. Al olfato y la vista, aquello resulta atractivo y la estampida de aromas me alienta a atacar, con el tenedor, la guarnición de congrí. Oishi, dicen en Japón, délicieux los franceses y yo, muy rico. Una mezcolanza de condimentos y preparación, en su punto, colocaron a este congrí en mi top de comida tradicional.

El bistec de cerdo grillé, adornado con hojas de lechuga y combinado con anillos de cebollas, supone una experiencia positiva para el paladar. La salsa que lo baña y la delicada textura se conjugan para volverlo un plato fuerte de altura.

A la completa se suman las fuentes de las chicharritas, doradas y cortadas en finas lascas como si fueran monedas de oro, y la variada ensalada mixta compuesta por zanahoria, pepino, remolacha, col, acelga y lechuga. Para bajar los alimentos pedimos un jugo de mango —dos pesos—, de sabor un poco empalagoso y, por el contrario, el flan del postre —diez pesos—, fue una auténtica muestra de equilibrio, una lección de cómo unificar lo dulce y lo disfrutable.

Detenemos los cubiertos y las mandíbulas dejan de moverse; nada más resta la cuenta. Pienso en el estribillo de El conteo finalThe final contdown—, del grupo Europa, y pongo cara de sorpresa cuando veo —como si no lo supiera— la cantidad a pagar: 124 pesos. Una cifra justa si valoramos la excelente calidad de los alimentos, el esmero en los “emplatados”, la buena cantidad en las raciones y la atención oportuna de la camarera.

Aunque me quedé con ganas del pollo al ajillo, probamos un menú de “emboscada”, inesperado y complaciente a los paladares. Ojalá los servicios del Bar Casino, ahora manejado por una dirección cuentapropista, no cambie su rumbo —en efecto, para mal—, porque la verdad, salimos del pequeño establecimiento como el gato que, después de probar bocado, relame sus bigotes, satisfecho.