CAMAGÜEY.- Apenas se iluminó el escenario, comenzó la entrevista a Luciano Castillo Rodríguez. El plató lo conformaba un pequeño local del Complejo Nuevo Mundo, sede del XXIII Taller Nacional de Crítica Cinematográfica, y sitio idóneo para proyectar, como en una pantalla grande, las interioridades de un cinéfilo, de esos que al oír hablar de audiovisuales, el corazón le palpita a la velocidad de los fotogramas.

Contiguo en la sala oscura, ocurrían los debates teóricos del evento. Castillo, uno de los críticos presentes y quien mereció el premio a la mejor investigación de cine en la actual edición, siempre guarda gratas historias, como películas de cabecera, de su tierra natal, Camagüey. Una de ellas, vinculada a sus primeros pasos dentro del Séptimo Arte.

Relató Luciano cómo de niño experimentó por primera vez, en el “Casablanca”, las sorprendentes imágenes en movimiento reflejadas por una la luz “celestial”. De aquellos encuentros para disfrutar de los dibujos animados, también creó hábitos que evolucionarían con la constancia.

“Fue en las matinés infantiles, con ocho años, cuando empecé a hacer una lista con todos los filmes que observaba. Todavía mantengo esa costumbre. A partir de allí me convertí en una persona decidida a vivir y a pensar por y para el cine. Luego me sentí más entusiasmado tras descubrir cuánto me podría aportar la Cinemateca de Cuba”.

¿De económico a crítico? Es difícil explicar la conexión para cualquier persona, pero, aun inmerso en un oficio insoluble con su pasión, siempre se mantuvo atado al mundo del cinematógrafo.

“Por motivos familiares no pude cursar el preuniversitario y, después de un tiempo alejado de las aulas, comencé a estudiar economía en un técnico de nivel medio. Más tarde, en la Universidad, también cursé esa misma materia que, a decir verdad, nunca me interesó”.

Entonces, ¿profesiones completamente irreconciliables? “No tanto, porque al final lo aprendido en la Casa de Altos Estudios sí me aportó mucha organización a mi verdadera vocación, sobre todo, en cuestiones de archivo”.

Desde la sala de proyecciones se colaban algunos murmullos por la puerta. Al parecer las discusiones teóricas llegaban a un punto interesante. Castillo, como suponiendo hacia dónde dirigiría mi foco de atención, tomó la delantera:

“El taller es un espacio cada vez más imprescindible como un punto de reencuentro con la crítica cinematográfica en Cuba. Además, supone un termómetro para medir la calidad de las producciones fílmicas nacionales e internacionales.

“Este evento, surgido aquí con la colaboración de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, del Icaic y ahora de la Cinemateca de Cuba es un punto ineludible que convierte a Camagüey, una vez al año, en la capital del séptimo arte en el país...”.

No dejé a Luciano poner un punto final porque de inmediato me interesé en cómo opinaba debía nutrirse una persona dispuesta a diseccionar el cine desde una mirada analítica.

“Hay que leer la mayor cantidad de bibliografía posible y ver todo tipo de filmes: bueno, malo, regular y de cualquier época y categoría. Esa es la mejor manera de sacar conclusiones, de descubrir, comparar y discriminar, por uno mismo, la factura de los audiovisuales”.

En mi memoria permanecían frescos los intercambios, en jornadas previas, sobre películas contemporáneas y la obra de reconocidos directores. En ellos, la cantera de jóvenes cinéfilos tomó protagonismo con sus certeras apreciaciones; sin embargo, el abuso de tecnicismos y el análisis, en extremo subjetivo, ensombrecían, a mi juicio, la esencia del crítico. Castillo me secundó.

“Dijo el periodista colombiano Luis Alberto Álvarez que en esta profesión, nosotros mediamos entre el realizador y el público. Debemos entregar herramientas, ofrecer criterios para que los espectadores descifren los rodajes con mayor facilidad. Si escribimos o transmitimos nuestras consideraciones con un lenguaje oscuro, cargado de elementos semióticos, o de otras artes, entonces el trabajo solo quedará entre colegas”.

Después de la entrevista, las luces del escenario se apagaron y Luciano se incorporó a las conversaciones del taller. Él radica desde hace más de 20 años en La Habana, pero siempre encuentra razones para volver a sus orígenes, porque es de aquí donde toma las fuerzas suficientes como para pensar la vida en fotogramas.