María Teresa Alfonso Pérez. Fotos: Orlando Durán Hernández /Adelante María Teresa Alfonso Pérez. Fotos: Orlando Durán Hernández /AdelanteCAMAGÜEY.- Las uñas largas, rosadas, con dibujos y escarchas, debió darle más de 20 pesos a la manicure; el paso firme y ágil; el cuerpo robusto, presto al trajín arduo; la sonrisa amplia como la llanura; los ojos con su propio sol, chispeantes; un pañuelo para mantener fresca la cabeza y limpio el cabello, que se quita enseguida para la entrevista. Se arma rápido un moño y saca unos apuntes para hablar claro, como a ella le gusta. Así es María Teresa Alfonso Pérez, la única administradora de una Unidad Básica de Producción Cooperativa (UBPC) arrocera de Cuba.

La “Armando Diéguez Pupo”, al sur de Vertientes, está bajo su mandato desde el 2014. Con las cooperativas cada vez más independientes, a partir de las medidas implementadas por el Ministerio de Agricultura desde el 2012, mandar exige más soltura y firmeza. Ahora la empresa le presta servicios como los de maquinaria que cobran bien caro, y que presta con retrasos, pues el equipamiento no cubre la demanda. Le toca, dicen los emrpesarios, buscar alternativas con trabajadores particulares, les corresponde, afirma la directiva cooperativista cumplir con los contratos.

En ese ambiente de contradicciones, de gestión de recursos, de jornadas laborales que no se ciñen a las ocho horas, decidió María Teresa asumir jefatura.

Ella desde niña tuvo caballos, carneros, viandas y hortalizas en las pupilas. Vio la alegría del abuelo en tarbajar en el monte, desde entonces, se contagió con el campo. Al papá no le hacía mucha gracia que la niña echara raíces en la campiña, así que estuvo más que de acuerdo con la mamá que había que llevar a la muchacha para Vertientes a estudiar la secuandaria básica.

Concluida esta enseñanza se fue al preuniversitario y allí venció el amor guajiro a las aspiraciones paternas y eligió estudiar técnico medio en veterinaria. Por si fuera poco, recién graduada, determinó ejercer en la UBPC Armando Diéguez, tan al sur que colinda con la costa, tan lejos que demora más de una hora en llegar al lugar. ¿Qué padre podría desear que a su hija se emplear en un sitio tan inhóspito?

Pero la muchacha, a golpe de sonrisa, logró convencer a la familia toda de aquella cooperativa era el mejor lugar para crecer. “Este ha sido mi único centro de trabajo. Empecé como veterinaria, de allí fui técnica de control pecuario, y ahora, soy la administradora. No es tan fácil. Aquí llevo 23 años, nos llevamos como familia. A las amigas tengo que exigirle consideración extra, porque hay que respetar los límites en el trabajo, ahora soy la jefa, no es igual. Me tienen que ayudar”.

Pero casi todos en la cooperativa son hombres. Gente ruda acostumbrada a tratos viriles. Que la voz de ella lidere no es siempre pan comido. “Casi todo lo logro con persuasión, pero hay veces en que tengo que imponerme, por el machismo que hay arraigado en la sociedad, y más en el campo. Hay ocasiones en que he llegado al pelotón y les he dicho: ‘Miren, esto tiene que ser de esta forma, las cosas se organizan así’. Todo queda organizado, y cuando llego al otro día ya hay cambios, y allí de nuevo el convencimiento, que siempre es mejor. Pero constantemente te están midiendo, no se puede aflojar, te exigen seguir así para mantener un nivel alto de autoridad. El hecho de que soy mujer es una barrera que muchos no logran asimilar”.

Con la ayuda de la UBPC María Teresa se licenció en Derecho en los cursos por encuentros de la Universidad de Camagüey. En el sacrificio de dividir responsabilidades como trabajadora, esposa y madre de un adolescente, la apoyaron mucho los cooperativas. “Al final de la carrera tuve que ir hasta Camagüey. El Derecho me ha servido de mucho, porque es fundamenta en la contratación”.

El arroz constituye el renglón fundamental de la “Armando Diéguez”, donde también ceban toros, producen leche y pretenden convertir en polo productivo de cultivos varios el autoconsumo. Lograr que el cereal, que exige como pocos cultivos, la llegada en tiempo de herbicidas, fertilizantes y labores agrícolas específicas, sustente a los cooperativistas no resulta cosa fácil.

“En la cosecha de frío la semilla y el agua fallaron, hubo resiembra, y atraso en la preparación del suelo, tuvimos que gastar el doble del herbicida, pero cumplimos las 558 hectáreas a sembrar. En primavera falló la maquinaria, de 749 hectáreas se plantaron 561, y a pesar de las pérdidas por cosecha en esta etapa, tenemos la satisfacción de haber ganado $400 000 más que en el 2015. Cerramos el año pasado con ganancias de $6 861 000, los trabajadores nuestros deben promediar a $40 000 pesos cada uno”.

María Teresa recuerda la impotencia de ver el arroz perdiéndose en el campo, narra con cierta amargura cómo desde el 20 de diciembre empezaron a segar 400 hectáreas a la vez con la maquinaria estatal. “Acabaron el 18 de enero de 2017. Los secaderos no asimilaban los volúmenes de corte que había en esta costa. Desde que asumí el puesto sabía a lo que me enfrentaba, pero hay momentos que desalientan, no es fácil ver que el sacrificio de un año entero se les va a los trabajadores entre las manos, y no hay una explicación que convenza”.

Los viajes diarios, las preocupaciones, el campo, dice ella, que la avejentarán más rápido. Pero no se arrepiente. Para amortiguar la presión de trabajo en su escaso tiempo libre escucha salsa, tira su pasillo, y trata, para darle salud a sus 43 años, de rodearse de gente fiel y alejarse de los mentirosos.

“Si volviera a nacer estudiara otra vez para veterinaria”, afirma esta mujer que prefiere a los conejos, porque “son todo ternura”. Quizá por esa naturaleza suave mezclada con el rigor que le ha dado el monte ella reina entre arrozales por encima de prejuicios. El decoro es su corona y la laboriosidad, su estandarte. Mientras María Teresa gobierne allá en el sur de Vertientes se puede confiar en que mujeres de uñas largas como las de ella servirán en nuestras mesas mejores arroces.