Pero bueno, eso no era “importante”. Estaba citada para la una y eran casi las dos de la tarde y el suceso de la ocasión no comenzaba.

Él se volteó como recordando que algo descuidaba. Le pasó con ternura su mano por el antebrazo; la miró por varios segundos; la quiso.

Fue esa una sacudida, un ¡despierta! de hombros agitados, una contraorden explícita a lo que debían ser los minutos de la espera, simplemente eso, quietud.

Alguien, que también fue capaz de ver y sentir el impacto bendito de esa imagen, recordó los años que el par sumaban juntos. Eran 59. Entonces yo que nunca he sido de mucha celeridad no me di tiempo ni a sortear la idea que me pasaba. Y como aún tardaba la causa de mi estancia allí dispúseme a aprovechar el momento, el regalo...

Quise conocer la historia, aún sin objetivo expreso, solo presentí que era valiosa, y sobre todo sensible, de esas que acrisolan los motivos. Desde ese pueril capítulo me llegaron Pablo Santa Fe Núñez y Xiomara Márquez Pérez para impregnarme la gozosa certidumbre de encontrar, sin buscarlo ni sospecharlo, un bálsamo para el alma.

Yo me presenté y le planteé mi voluntad, y Xiomara accedió gustosa a conversar conmigo, y eligió narrarme la vida de Pablo, pues según argumentó “aquí la historia viviente es él, no yo”. Mientras hablaba, de veras la imaginé una apasionada de esa materia; cuenta con una precisión matemática cada responsabilidad que asumiera su esposo, detallando años, personas, situaciones. Y cuando terminó con la larga lista la vi pues vestida de Mariana, que aún sin machete y sin manigua, le sentí cerca el coraje. Ella le esperó, le acompañó, le apoyó, le sostuvo todas las ausencias que el deber le imponía a Pablo.

Porque Pablo no fue solo el fiscal, el primer delegado, y por dos mandatos, del Distrito Julio Antonio Mella cuando surgieron las Asambleas Municipales del Poder Popular, ni siquiera uno de los venerables fundadores del Primer Comité Provincial del Partido en el territorio en el año '65; Pablo hizo mucho más.

Y aunque no me lo dijo seguro su obra más importante es precisamente la que construyó con Xiomara, aquella muchachita de Florida que fue hasta Granma cuando ambos pretendían seguir el camino del magisterio.

Ese momento del diálogo fue la confirmación de la semejanza con la novela de Gabriel García Márquez. Ella llegó, cual Fermina Daza, a la tierra de Pablo, el Florentino Ariza que igualmente le juró fidelidad eterna y amor para siempre y juntos siguieron “derecho, derecho, derecho”, porque “es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites”.

Fue allá en Bayamo en 1956, en la Escuela Normal de Maestros donde Pablo la conoció; él con 23 y ella con 16 años. Mas, pese a la lozanía de la edad, tuvo la certidumbre de sucumbir ante ella para “toda la vida” y al próximo año cuando él termina los estudios se casan; “fíjese que he vivido más con él que con mis padres”, me dijo Xiomara con la complacencia propia de quien ha vivido para amarlo.

Ciertamente Pablo encontró en Xiomara a su “diosa coronada”; aún hoy se conserva bella tras sus ojos ¿azules?, su pelo cobrizo y piel blanquísima e imagino imposible para Pablo dejarla escapar, así tan galante y donjuán como lo adiviné tras su mirada pícara y sus manos zalameras.

Seguro no han faltado las borrascas pero a juzgar por el tiempo juntos parece que encontraron la fórmula para reinventar los delirios y ser felices. De ello la mejor prueba son sus cinco hijos. “A los 18 tuve a José Pablo, y a los 24 estaban también Maritza, Vladimir, Natacha y Xiomara; íbamos a la playa con uno de la mano, otro en el coche y ya otro en el vientre”, dice satisfecha de la familia que formaron.

Porque pese a lo que una pueda sospechar, Xiomara no reniega de las profesiones que tantas noches le robaran a su Pablo y habla con orgullo del nieto que siguió los pasos del abuelo y hoy se consagra a la vida militar, y de la nieta que también recibió la influencia de la abogacía y se convirtió en notario, y de los otros, y de los cuatro bisnietos, todos la consagración de sus afectos.

El día que los conocí Pablo estaba reunido con amigos de antaño pero siempre buscó el momento para girar su silla de ruedas y mimarla con la mirada. A él le han dado tres infartos cerebrales y el último, en el 2005, le afectó el habla y la posibilidad de caminar. Así, sin palabras, ella lo entiende y lo complace; cuando se ha pasado una vida amando, adorando, secundando, esas sobran. Empeñada en demostrar que la de ellos es una existencia sin sobresaltos me confiesa entre certezas y embromes: “Él está más lúcido que yo; tiene tremenda memoria y escucha muy bien, en ocasiones se me olvidan las cosas y él me las recuerda”.

Con esa sentencia ya no era necesario escuchar más; solo que me definiera el impreciso color de sus ojos que tanto me intrigara desde el principio: “yo no sé, unos días más claros que otros... son ojos color del tiempo”. Era eso. Los suyos tienen la buena estela de un estadío dilatado de equilibrio y complemento que se enrumbó como el buque de Florentino y Fermina: “derecho, derecho, derecho”.

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