Llegué con toda la timidez del mundo porque sabía que dormía su siesta, pero solo en minutos ya ocupaba su balance, con su cubanísima guayabera de un blanco impecable y su acostumbrado sombrero.

Invadimos su casa de la calle José Ramón Sánchez No. 61, en la cabecera municipal de Minas. Con 1,75 m. de estatura y un andar con precaución, cumple ¡¡¡114 años!!! este 10 de mayo. Sé que esta es una oportunidad única, quizá para sus 115 sea entrevistado por otros; por eso no quise perder la ocasión y lo conseguí. Me antojé por sus años, sus recuerdos y, sobre todo, por esa lucidez que lo caracteriza, que solo por ser testigo de esta la hace creíble.

Nació en la República de Haití en 1901. El ser extranjero reza en su verde Carné de Identidad y en su peculiar forma de hablar, porque porta una cubanía intensa. Muy pequeñito viajó con unos tíos a Venezuela; ese país lo acogió hasta los siete años, cuando lo recibieron las costas de Santiago de Cuba. Creció entre barracas, bateyes, cañaverales, siempre en la agricultura. “Viví en un batey en Dos Ríos, donde mataron a Martí”. Así me dio a conocer con suma seguridad.

“Luego me fui para los alrededores de Birán, donde conocí a la familia Castro Ruz y a Fidel”. Me comentó que en esa época, Cuba estaba dominada por los americanos: “Pero después las cosas fueron cambiando”, aseguró. Al preguntarle si le había gustado ese cambio, respondió: “¡Uh!, cómo no, y Fidel era el cabecilla de todo”.

Este hombre tan peculiar y amable dijo tener 14 hijos, 26 nietos, 28 bisnietos y dos tataranietos. Nunca ha necesitado espejuelos, tiene una salud a prueba de años y no se pierde ni la Mesa Redonda ni el Noticiero de la Televisión Cubana, por eso conoció que los Cinco Héroes regresaron. “Ya están aquí”, algo que me apuntó con alegría.

Imagino el 10 de mayo allí porque supe le gustaba darse un “traguito” de vez en cuando, y al querer saber más de él confesó que prefería el Havana Club, y en esos casos dicen que habla más y ofrece muchos consejos.

Emilio nunca se ha jubilado, es agricultor y tiene su “tierrita”, que maneja una de las hijas. Se baña y come solito. A la hora de despedirnos me aseguró que no se acostaría más, ya había sido suficiente y nos dejó ir, agitando su mano para decir adiós y con un deseo manifiesto:

“Buena suerte”.

{flike} {plusone} {ttweet}