CAMAGÜEY.- Si en el reparto La Belén no hubiera nacido Alejandra, habría que inventarla, bajarla de algún planeta o al menos, dibujarla con trazos muy auténticos, porque las personas que hacen soñar a otras debieran ser imprescindibles. Vive donde muchos deben haber dado cuatro voces y nadie los ha oído todavía; sin embargo, ella se ha hecho escuchar.

Los colores y la alegría le habitan el cuerpo y la casa, donde caben más aspiraciones que miedos.

“El nombre que mis padres eligieron fue Diego Braulio, pero nunca tuvo nada que ver conmigo, ni con mi personalidad. Por eso decidí llamarme Alejandra, un nombre simple que me encanta. Desde niña me gustaba hacer cosas que no eran aceptadas para un varón: jugar a las muñecas, tener el rol de mamá en la casita... y creo que, de alguna forma, mis padres siempre supieron que yo no encajaba con Diego Braulio”.

La escuela fue una etapa dura para ella: tuvo que fingir e inventar novias, como “tapadera” a lo que se negaba a aceptar. Cuando se graduó del preuniversitario, Alejandra habló con su papá, quien aceptó poco a poco que su hijo era homosexual, pero no aprobó que se vistiera como mujer.

“Era una época diferente: las personas transgénero eran asociadas a la nocturnidad, a actividades ilícitas, se movían de forma oculta para tener relaciones y para todo. Mis padres tuvieron mucho miedo de que me rechazaran y discriminaran; yo también lo tuve, pero tenía que ser yo, no podía seguir fingiendo”.

Dicen las leyendas yorubas que Shangó se comporta seis meses como hombre y seis meses como mujer y así se sintió Alejandra durante mucho tiempo, en el que dejó de trabajar porque no le permitían vestir de la forma que quería. Encontró incomprensiones y trabas, porque la transfobia suele ser tan dura que necesita etiquetas para encerrar toda la diversidad del mundo en un M o F en el carné de identidad.

“Después de mucho tiempo de tratamientos hormonales, de verdaderas luchas jurídicas, con el apoyo de la Federación de Mujeres Cubanas y la Red de personas transgénero en Camagüey, comencé a trabajar de nuevo, sin dejar de ser yo. En algún momento contemplé la idea de la cirugía para el cambio de sexo, pero me arrepentí, pues me siento plena de esta forma y no estoy dispuesta a arriesgarme por algo que no necesito, solo para complacer normas sociales”.

A Alejandra se le ilumina el rostro cuando habla de su labor como trabajadora social en la comunidad La Esperanza, de las familias que atiende, de su carrera universitaria, de su misión como promotora de salud en la Red, de su esposo y su familia. Mas la silla se vuelve más incómoda cuando conversa sobre los miedos y los odios: “a veces me gritan ofensas en la calle y me miran como a un bicho raro, pero he aprendido a ignorarlos, incluso a reírme, a seguir mi camino sintiéndome orgullosa de quien soy. Mis padres formaron valores muy positivos en mí, que han influido en mi educación como ciudadana y eso me impide ser irrespetuosa con nadie, hasta con los que sí lo son”.

Algo tan pequeño como el carné de identidad, que a veces olvidamos en casa y en ocasiones se pierde en las carteras, para Alejandra es un trofeo y lo muestra con orgullo: “Este es mi logro más reciente: ser de las primeras de la Red Trans en cambiar mi nombre en el carné de identidad. Hacía mucho tiempo yo había dejado de ser Diego Braulio, pero el 17 de mayo del 2022 oficialmente, comencé a llamarme Alejandra Massaguer Rodríguez”.

 Al inicio de la entrevista, Alejandra debió encerrar en el cuarto a los que ella llama sus hijos, una pareja de perros Doberman destrozadores de muebles. Ser madre no está en sus planes más inmediatos, pero sí casarse con Reinier, el muchacho con quien ha sido feliz durante nueve años.

“Nos conocimos cuando yo era aún Diego y luego, por casualidad de la vida, nos reencontramos mientras él manejaba su bicitaxi. Es una persona muy buena y nos queremos demasiado. Hemos luchado juntos por salir adelante, construimos esta casita humilde y aquí vivimos, pobres, pero dignos y felices. Si el Código se aprueba, quisiéramos casarnos; no lo necesitamos, porque el amor no exige papeles y firmas, pero sí por una cuestión de reconocimiento. Además, si un día nos divorciáramos, ¿qué protección legal tendría yo?”.

Alejandra sueña y hace soñar a los demás, con una Cuba más educada, inclusiva y unida, con la aprobación del Código y con una Ley de identidad de Género, con que todas las personas la llamen por su nombre elegido y la traten con respeto. Ella quiere ver, en su carné, otra letra donde dice M; eliminar tabúes, proteger el amor, seguir ayudando y aprendiendo.

Al despedirse de los entrevistadores, sin descanso alguno, Alejandra ya casi saldría en su bicicleta a trabajar de nuevo, quizás a visitar a una persona en situación de discapacidad, o a ayudar a una anciana, o a desbordar su sensibilidad en los otros, que es la mejor forma de ser imprescindible. Quizás por esa razón, su voz se escucha tan alto, allí donde casi nada se oye, que ni el fango del camino a su casita, logra cubrir sus esperanzas.