CAMAGÜEY.- Cuando el nuevo coronavirus asomaba aún sin nombre desde Wuhan, en diciembre pasado, Romero pisaba otra vez su casa. Fueron once meses en Venezuela, donde pocos llegaron a conocerle el nombre. Romero, sus Romero, han bastado siempre para sentar cariños y destrezas.

Pero seguramente en diciembre pasado en los titulares chinos que le encogían el pecho no adivinó estas coincidencias, menos que a él también el brote nefasto lo haría blanco de posts y noticias para periódicos. Por muy “curandero” que sea… Aún no desempacaba la maleta ni daba a su casa el calor y el “color” que necesitaba más él, y ya sus pacientes de allá le reclamaban a través de los mensajes precisos de la gratitud. Acá, a los suyos “por la libreta”, los de su policlínico Noel Fernández, en Senado, once meses les debió parecer una era.

Sus vacaciones al fin de la colaboración quedaron así de estiradas en planillas y previsiones. Entre medir presión a aquella embarazada, inyectar al abuelo, y curar heridas de infantes, no descansó, tal y como no deseaba.

Aquel día de febrero cuando se incorporó a su puesto en los servicios de urgencias del “Noel Fernández”, desde Mérida seguía recibiendo mensajes. Todavía hoy.

“Hice mucho por ellos; me buscaban, como se busca un refugio. Y siempre me demostraron su agradecimiento”, recuerda ahora frente a un peligro tan soberbio como el de las guarimbas venezolanas.

Pero Yoendris, el licenciado en Enfermería y máster en urgencias médicas no es un hombre de sustos. Otras veces, cuando ha hecho falta, ha salido de su pueblito para internarse en la “Vocacional”, en el “Pediátrico”, o en “Amalia”. Esas, las del dengue, las sitúa en la misma oración donde responde la pregunta que sondea por salidas “internacionales”. Bien lo sabe él; el sustantivo misiones resulta más “internacional” si lo definiéramos en términos de anchuras, de contenciones.

Pudiera creerse —cualquiera menos Romero— que el SARS-CoV-2 evitaría los recovecos del mapa hasta su Senado tranquilo. Un pueblo a ocho kilómetros de su cabecera municipal clasifica como menos vulnerable ante una ciudad de “camino llano”, solo en términos de probabilidad.

Pero como lo suyo ha sido desde siempre “ayudar a los demás y sentirme útil a toda costa”, accedió a esta nueva misión. Al llegar del trabajo y adelantar un poco los quehaceres empezaba a medir las “temperaturas” de algún que otro pijama o camisa o pantalón; curó esas prendas menos necesarias y desde su máquina de coser, “la de casa”, salieron nasobucos para compañeros de su hospital, para la gente del barrio, para pacientes. En una jornada de esas, y gracias al “reporte” de un colega en Facebook, Adelante le “echó el ojo”.

 

“Desde pequeño sé coser; sentí que si tenía todo a mano debía aportar a los míos. El nasobuco significa protección, pero también sensibiliza ante el riesgo, que es igual de importante”, afirma en alguno de los 45 minutos en que conversó con este periódico al salir de su segunda guardia encarando la COVID-19.

Por teléfono se escucha un hombre sereno, pero para quien vio en la Orden 18 la posibilidad de poner en “orden” su vocación, lo de la vida estricta no resulta un desafío demasiado áspero. Y cuando convocaron a los de su municipio, no dudó.

“Enseguida di mi disposición. Es difícil para quienes estamos involucrados, para las familias, pero como profesionales esta es nuestra responsabilidad. Si cumplimos el protocolo y redoblamos los cuidados no debemos tener problemas. Lo fundamental ahora es cuidar y dar ánimos y fuerzas a los pacientes”, dice en calma y se escucha como mandamiento inquebrantable. Así andan los buenos líderes; y Romero no precisa de rangos, ni en el “Militar”, aunque en esta entrevista quede “investido”.

Cuando usted lea estas líneas él debe haber vencido su cuarta guardia (de las cinco programadas con una frecuencia de 24 horas y 48 de descanso) en el hospital militar Octavio de la Concepción y la Pedraja, de Camagüey. O quizás esté cumpliendo con los días de cuarentena. Lo cierto es que en esta encomienda le toca obedecer: en sala las urgencias de sus pacientes, y en la reclusión los caprichos de un virus.

Si el capricho insiste regresará, y vuelve a decir que no dudaría. “Yo amo con delirio lo que hago. No existe nada más hermoso que ver a un paciente vencer su padecimiento y sentir que uno fue parte. La de ahora es una batalla fuerte, pero caminando como vamos, con organización, disciplina y la voluntad de nuestras autoridades, seguramente libraremos”.

A él, un hombre acostumbrado a debatir su aptitud en un oficio estigmatizado como “de mujeres”, las luchas solo lo han vuelto más obstinado en lo suyo, que según el diccionario por donde aprendió sus doctrinas, se traduce en mejor ser humano, mejor profesional.

“Los criterios retrógrados lejos de decepcionarme me han reforzado una idea: no existen clasificaciones para hacer el bien y ser feliz. Nací para ofrecer amor a quienes me necesitan”, así de simple resulta la lógica. Porque no hay complejidad posible en la transparencia del andar liviano.

Y sigue con retribución sincera: “A Dios, por darme esta oportunidad de ayudar a nuestra gente, aquí en mi terruño”; y no hay incoherencia en esta expresión ción “anti-curandera”.

Lo suyo con los remedios es vínculo legal y perpetuo, como el que se adquiere con los padres, o con los hijos o con el nombre y los apellidos. Yoendris nació con el sello imborrable del Romero: si le quitaran uno, le queda el otro. Es Romero Romero. Dicen los “curanderos” de la sabiduría popular y los entendidos en la medicina verde (que llevan más ciencia) que la planta de romero alivia la tos.

Aun en zona tan verde y austera como el “Militar”, para los males de ahora no hay un “gajo” mejor debajo de las almohadas de quienes allí combaten a “vivir” que ese que Yoendris lleva en su carné de identidad, dos veces.