VERTIENTES, CAMAGÜEY-. Aguardando por Yadi la encontré en su acogedora casa, allá en el pueblo Batalla de Las Guásimas. “Mi nieta tenía prueba hoy, y todavía no llega, menos mal que ya terminé de lavar, ahora, a tomarme un descanso y esperarla”, dice cuando me recibe.

La muchacha, quien cursa el tercer año de Medicina, y Pablito, ya en sexto grado, son sus mayores tesoros, fruto de amores vividos por sus dos hijos, María del Carmen y Miguel Enrique.

A Miriam Castillo Guerrero la conocí a mis seis años, en la escuela primaria de la comunidad cuyo nombre se refiere al mayor hecho de armas ocurrido en la Guerra de los Diez Años.

Fue, por fortuna, quien nos enseñó las letras del alfabeto, una por una, hasta lograr leer y escribir; y claro está, también aprendimos con ella las matemáticas, que tanto gustaban en el aula.  

“Aún siendo auxiliar pedagógica, asumí el reto, no solo esa vez con ustedes, sino muchas otras, cuando sucedía algún imprevisto con las maestras designadas, y siempre me ha tocado atender al primer grado. Qué difícil”, —exclama—, al tiempo que cuenta una historia que parezco haber vivido ya.

“Finalizaba la secundaria cuando ofertaron los cursos para ser maestro popular. Por ese entonces, yo vivía en Aguilar, donde nací. De inmediato, me inscribí, y hasta hoy, esa es la profesión de mi vida, aunque ya esté jubilada”, relata Miriam.

Así empezó la historia de una vida dedicada al noble e importante arte de educar, una historia que dura cuatro décadas y media. “Yo solo tenía 15 años, imagínate, con esa edad me entregué al trabajo en la escuelita de Aguilar. Comencé como maestra de preescolar y todavía recuerdo varios nombres. Cada día me sentía contenta porque iba a enseñar a los niños.

“Años después vine para Batalla y me acogieron en el seminternado. Allí estuve como veinte años, hasta mi retiro. Pero la historia no acaba ahí, no, ¡qué va!, los sesenta no son razón suficiente para quedarse en la casa, me reincoporé y entonces trabajé tres cursos en el centro educativo del poblado de Concordia.

“Lo malo es que las rodillas empezaron a fallar, porque iba a pie todos los días, ahí sí ya no que me quedó más remedio”, comenta medio triste.

—¿Satisfacciones en estos casi cincuenta años de trabajo?

—Siempre me sentí feliz por los éxitos que iba obteniendo con los muchachos, sobre todo porque, incluso, siendo asistente educativa, los orienté y llevé a los concursos, y sí que ganábamos. Cada vez que al director le fallaba algún docente, sabía que podía contar conmigo. Son, precisamente las satisfacciones, las que nunca me dejaron salir de este sector.

“Aquí tengo guardadas todas mis condecoraciones y reconocimientos, y todavía cuento con el cariño de muchos que fueron   alumnos míos, y hoy son profesionales, ¿qué más se puede pedir?”, —interroga, sabiendo ya la respuesta.

Tal como la encontré (esperando a su nieta, digna heredera de la abuela), me despido de ella, orgullosa de poder entrevistar a Miriam, mi primera maestra.

Desde que Pablito comenzó a ir a la escuela, cuenta con el apoyo de su abuela Miriam. "Es mi mejor maestra", dice el niño. Desde que Pablito comenzó a ir a la escuela, cuenta con el apoyo de su abuela Miriam. "Es mi mejor maestra", dice el niño.