“Estoy en séptimo grado en la escuela secundaria Vitalio Acuña; ¿por qué el kárate?, porque me enseña a defenderme y me ayuda a tener amigos”, responde casi de pasada, mientras se ríe una y otra vez, ansiosa por terminar este “interrogatorio” periodístico y regresar a donde la esperan sus compañeras de clase.
Precisamente ahí está el motivo para mi primera sorpresa. En Najasa, un municipio camagüeyano que muy pocos asociarían con las artes de combate marcial, el kárate y el judo despiertan la pasión de numerosos niños y adolescentes... y algo más peculiar aún, en el caso del deporte de los puños y las patadas, la inmensa mayoría de las practicantes son niñas.
El hecho no escapa tampoco a la atención de Francisco Villegas Morris, el profesor insignia de ese deporte en la comunidad de Cuatro Caminos. Veintiún años atrás cuando llegó hasta allí desde la ciudad de Camagüey, mucha gente dudaba que términos como ippon y wasari fueran a convertirse algún día en parte habitual del lenguaje de la zona.
Pero Francisco estaba seguro de lo que pretendía y cómo lograrlo. “Te puedo hasta decir la fecha exacta de nuestro comienzo: 2 de noviembre de 1993. Fue cuando trajimos la primera exhibición de kárate a Najasa y empezamos a trabajar con los primeros muchachos. En este tiempo hasta hemos tenido dos atletas en el equipo nacional y todos los años aportamos a alumnos a las escuelas para atletas de alto rendimiento, en nuestra disciplina y en el taekwondo”.
Itinerante desde su etapa fundacional, el kárate najasense sabe de entrenamientos en los pasillos de la escuela primaria y otros locales prestados en diversos lugares del poblado. Ese “nomadismo” tal vez haya sido una de sus mejores armas en el objetivo de captar nuevos talentos: la propia Irina vistió el kimono motivada por aquellos extraños ejercicios que practicaban algunos de sus compañeros de clase y el día en que se acercó al “profe” Francisco ya sabía mucho del mundo que hoy ocupa buena parte de su tiempo libre.
Algo similar les ocurrió a Jonathan Sánchez Pons y su padre, Freddy; el primero “arrastró” al segundo hasta el pequeño local techado donde cada tarde se escuchan las voces de mando y se ejercitan katas y kumités. Su caso no es único, me aseguran, pues en estas dos décadas la disciplina archiva varios ejemplos de familias que le han aportado no pocos de sus integrantes, en ocasiones hasta con resultados competitivos.
SIEMPRE ROMPER LA CAÍDA
Por momentos, el ruido se vuelve ensordecedor en el pequeño gimnasio que comparten karatecas y judocas. Mas ni esa contrariedad, ni el calor intenso de la tarde parecen importarle a los niños y sus profesores, que aprovechan hasta el más mínimo espacio para sus prácticas.
En un receso, Alden Díaz Pérez, el entrenador de judo, me explica cómo logran rotar a todos sus estudiantes por el pequeño colchón. “Desde que terminan en la escuela ellos vienen para acá y no se marchan hasta que casi es de noche; es complicado, porque las clases se vienen acabando a eso de las cuatro de la tarde y una buena sesión no demora menos de una hora y veinte minutos, pero cuando hay ganas de hacer las cosas siempre se encuentra la forma”.
Hablando con él y con algunos de sus más de cuarenta estudiantes es posible entender hasta qué punto Najasa es más que ganadería, pelota o pasión por el fútbol. Mucho más cuando se ve allí a niños llegados desde lejos, que no escatiman esfuerzos para venir incluso en jornadas vacacionales o los fines de semana.
“¿Es así siempre?”, le pregunto. “A veces más. Algunos de ellos están con nosotros desde los nueve años de edad y convierten los entrenamientos en parte de su rutina diaria; casi puede decirse que el deporte es algo que llega para acompañarlos siempre”. Así son las cosas en Najasa.
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