La joven camagüeyana se “inventó” trece piezas de papier maché, en un ejercicio de síntesis de los variopintos rostros de la sociedad, de los temores y las aspiraciones de los habitantes en su relación constante con la ciudad.

Colocadas en la pared no dicen tanto como cuando andaban “sueltas” por el barrio capitalino de Colón, durante la duodécima Bienal de La Habana. Entonces mostró el alcance sociocultural de su acción interactiva, concebida con una visión integradora, desde una perspectiva interdisciplinaria.

Ahora llegamos, como siempre, esperando la inauguración de una muestra tradicional, pero Cristina no disimula su provocación. Porque Máscaras de barrio trasciende las piezas colgadas como cuadros, para erigirse en representación en vivo para este lugar durante un tiempo concreto.

La historia del arte sigue insistiendo en la manía “objetualista” y desaprovecha experiencias estéticas que captan la significación social y cultural y las limitaciones del hecho creativo, así como las cortapisas del circuito artístico.

Si bien Cristina no ha hecho nada nuevo, porque la performance con relevancia mundial viene de la década del sesenta del siglo pasado, está atendiendo la urgencia de recuperar la ciudad y sus espacios para la práctica artística.

Solo desde el escenario urbano podremos leer la exhibición de Cristina, quien incita a quitarnos las máscaras cotidianas, las máscaras con las que salimos a ese terreno de diálogo y también horizonte de conflicto que es la ciudad.

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